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Hace más de 100 años México vivió una de sus más grandes y profundas transformaciones. El empeño y sacrificio de millones de mexicanos sirvieron para sentar las bases en que se desarrollaría el nuevo Estado Mexicano, sustentado en tres principios fundamentales: la libertad, la democracia y la justicia social.

El texto original de la Constitución Política de 1917 materializó estos principios en cada uno de los artículos que adminicularon la primera norma fundamental con espíritu social del siglo XX, pues en todos se prepondera la dignidad del ser humano, sus derechos fundamentales y sociales, así como la creación de instituciones cuya base es la soberanía popular, que trabajarían para permitir un desarrollo óptimo.

La gran añoranza de la generación de mexicanos de la Revolución Mexicana era consolidar un Estado fuerte, con un profundo arraigo social, que sirviera de instrumento para que la gente —en libertad y plenitud— pudieran desarrollarse y lograr sus objetivos individuales y colectivos. Esto haría que el gobierno estuviera completamente al servicio de su gente y sus mejores causas; tendría una utilidad más allá del simple control del uso legítimo de la fuerza y la aplicación de la ley, más allá de un simple “estado policía”. Eso era el gran programa de la Revolución Mexicana, los grandes postulados por el que se derramó tanta sangre y se hicieron tantos sacrificios; ese fue el motivo —o pretexto— para que los gobiernos postrevolucionarios tuvieran tanta fuerza, control y poder.

Dentro de ese programa, el plan de acción contemplaba una figura aglutinante —que no monarca todo poderoso— que era el Presidente de la República, quien debía servir —si se permite la metáfora— como vaso regulador entre los intereses de los factores reales de poder y los intereses colectivos que no eran otra cosa que el cumplimiento de los objetivos del programa de la Revolución; de esta forma, las demás instituciones gubernamentales servirían, además de cumplir las funciones propias de su naturaleza, para concretar los postulados y principios plasmados en la Constitución.

Teóricamente, bajo esta óptica, fue que se concibió el proyecto del nuevo Estado Mexicano. Con base en estos postulados se manejaba el poder estatal, al menos durante las dos terceras partes del siglo XX, siempre pretextando a la Revolución y su proyecto para justificar el actuar gubernamental; sin embargo, la realidad ganó a la idealidad y la sociedad lo percibió, lo entendió y lo sentenció como un estado dictatorial, que favorecía a una oligarquía disfrazada de revolucionarios, quienes se enriquecieron a costa del poder y de un proyecto que materializaba la añoranza legítima de un pueblo que exigía justicia y añoraba estar mejor.

De repente la sociedad, movida por tanto por la desilusión como por el deseo de mejoría, se convenció que la alternancia en el manejo del poder, así como la pulverización de influencia y fuerza estatales en la vida de la sociedad, lograría que se consolidara este proyecto, al tiempo que castigaría a una clase política abusiva y que, en los últimos lustros del siglo XX, había sido caracterizada por la ineficiencia y la ineficacia.

Así, en uso del poder democrático la sociedad genera una alternancia que, desgraciadamente, abrió la puerta a una realidad más lastimosa y desilusionante: la ineptitud, la corrupción y la ambición no eran exclusiva de los herederos de la revolución mexicana. Estos males se enquistaron en la clase política y se potencializaron, dejando en indefensión a una ciudadanía que, en desilusión, hoy voltea a ver al autoritarismo como una opción para el desarrollo.

@AndresAguileraM