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México está a punto de entrar en una nueva época de su historia. Inevitablemente las condiciones del país imperan que se innoven las formas de hacer política, pues el sistema que ha prevalecido hasta el día de hoy ya dio de sí. Ya no podemos mantener la idea de

que todo debe ser resuelto de forma unívoca por el Presidente de la República, pues la sociedad ha exigido que el poder se reparta y no se concentre en una sola persona; tampoco podemos esperar —ni desear— jueces sumisos y dependientes de las voluntades y las vorágines políticas, pues se requiere de una independencia de los intereses que circundan al poder y ceñirse a dos cuestiones fundamentales: la ley y el valor justicia; asimismo, tampoco se requiere de un parlamento que sirva simplemente como ventanilla de trámite en la que se resuelven solamente aquellas cuestiones de interés exclusivo de un soberano absoluto. Por el contrario, en estos tiempos en los que la vida del país está convulsa y que enfrenta a las personas en pos de las pasiones derivadas de los procesos electorales, se requieren instancias en las que se retome la tradición democrática del diálogo y la negociación para la toma de decisiones gubernamentales. En ello, el parlamento habrá de jugar un papel preponderante.

En las democracias derivadas de monarquías absolutas, el parlamento es una instancia fundamental, pues en ella discurren todo tipo de intereses, visiones e ideologías sobre el destino del país. Es la instancia principal en la que se deciden la forma y mecanismos para ejercer el gobierno. Ahí se nombran a quienes ejercerán el poder ejecutivo y quienes encabecen el poder judicial, en tanto que el monarca participa como última instancia decisoria. En tanto que las repúblicas presidencialistas —como los Estados Unidos y nuestro México— la función parlamentaria, tradicionalmente, se constriñó —casi exclusivamente— a la función legislativa, dejando las potestades de gobierno y de estado al titular del ejecutivo quien, a su vez, propone el nombramiento de quienes encabezan el poder judicial y tiene bajo su mando a la instancia acusadora en los procesos penales. Tanto el régimen parlamentario como el presidencial son producto propio del devenir de las naciones, por lo tanto, no sería válido precisar si existe una que sea mejor que la otra.

En el caso del presidencialismo mexicano, las transformaciones en la legislación organizacional de las instancias gubernamentales, ha ido mermando el poder del presidente de la República. Ya no es el “Supremo Poder Ejecutivo de la Unión”, aunque así lo siga expresando el artículo 80 de nuestra constitución. Por el contrario, por las condiciones propias del país, ese poder, magnánimo y casi absoluto, se ha ido desvaneciendo y debilitando, dejando un vacío que —al menos en teoría— debiera ser ejercido por el legislativo, dando paso a una especie de parlamentarismo que no acaba de concretarse.

Hoy las condiciones políticas del país exigen que sus instituciones gubernamentales sean sólidas y con las funciones perfectamente bien delimitadas, situación que, lamentablemente, no tenemos. Pareciera que vivimos una atomización del poder público que, al menos en apariencia, no tiene otra finalidad mas que el debilitamiento deliberado e irresponsable de las instituciones públicas, en demérito del orden y la seguridad jurídica de los mexicanos. Por ello es indispensable que, durante los próximos años, se tomen determinaciones urgentes sobre el papel que habrán de jugar los poderes en el nuevo contexto mexicano. Dadas las circunstancias, pareciera que la única alternativa es transformar el ejercicio del poder y explorar la viabilidad de un parlamentarismo mexicano.

@AndresAguileraM