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Como lo comentamos en la colaboración anterior, es indispensable que México viva una profunda transformación en su forma de gobierno. Desde la Revolución Mexicana, todo lo que tuviera que ver con las cuestiones y decisiones del Estado, era

responsabilidad —casi exclusiva— del presidente de la República. Tanto los secretarios de despacho, los gobernadores, legisladores, jueces y magistrados ejercían sus funciones sí, pero la última palabra la tenía el primer mandatario, privilegiando una figura de la teoría política llamada “Razón de Estado”, bajo la cual se han realizado las más grandes atrocidades de la historia de la humanidad.

Cierto, la época postrevolucionaria requería, indefectiblemente, de un liderazgo fuerte, que pudiera someter cualquier pretensión de insurrección de parte de los líderes vencedores de las diversas facciones de los ejércitos revolucionarios y que, a su vez, fuera el vértice donde confluyeran las negociaciones de todas las facciones vencedoras de la guerra revolucionaria. Era un instrumento aglutinante; situación que hoy, tras más de 90 años de instaurados los gobiernos revolucionarios, pareciera ya no servir como tal.

La situación real del país, que implica la presencia de factores reales de poder que no se divisaban —o no eran tan claros o fuertes— cuando se instauraron los regímenes postrevolucionarios, impera una nueva organización en donde todos los que inciden en las decisiones que trascienden al Estado Mexicano, participen activamente en ellas, con un mecanismo que faciliten la negociación y el arribo de acuerdos. Que no sea la decisión unipersonal de un magnánimo todo poderoso, sino que sea el diálogo y el entendimiento, los que aterricen las decisiones gubernamentales, que no es otra cosa que la expresión máxima de la política, en la mejor de sus acepciones.

El parlamento parece una opción viable en un país que, por cuestiones difícilmente comprensibles a simple vista, ha atomizado el poder y ha evitado su concentración en un individuo, para así —verdaderamente— dar paso a un país de instituciones y no de caudillos o personalidades. El presidencialismo, en su concepción postrevolucionaria, inevitablemente ha concluido. Aunque la tradición y el común de las personas todavía observe al Presidente de la República como un individuo magno poderoso, la realidad es que ya no es así, pues el ejercicio del poder presidencial ha sido acotado en razón de la dinámica y evolución de la sociedad mexicana. Hoy —se quiera o no— las cámaras aglutinan no sólo la expresión de las comunidades y distritos electorales, además, conjugan representaciones de facciones reales de poder, muy por encima de las simples ideologías de los partidos políticos, que se manifiestan y deciden el destino del país a través de negociaciones que, para nuestra desgracia, se llevan a cabo en la más profunda de las opacidades.

Más allá de lo álgido de las campañas electorales por la presidencia de la República Mexicana, debemos tomar conciencia que el destino de México dependerá, en mucho, de la conformación del Congreso de la Unión, pues si existe una mayoría avasallante sometida a la voluntad presidencial, la gobernabilidad estará garantizada aunque con el riesgo de vivir un autoritarismo a ultranza; en cambio, si las representación en el parlamento es plural, la negociación será necesaria para el cumplimiento de los objetivos gubernamentales, lo que podría traer consigo cierta inamovilidad, que podría desembocar en la ingobernabilidad.

@AndresAguileraM