EL ESTADO Y SUS RAZONES 
La cercanía o el alejamiento son condiciones que permiten evaluar —en cierta manera— la legitimidad de un
gobierno. Si cuenta con ella, el acercamiento se da de forma natural, los gobernantes, y la mayoría de los integrantes de la clase política, forman parte de la vida cotidiana de la sociedad, pues hay familiaridad y empatía con la cotidianidad; en cambio, si es poca —o nula— de forma casi natural se presenta un alejamiento de la interacción social, lo que provoca un aislamiento con respecto del complejo a quien se gobierna.
Para desempeñar un gobierno medianamente exitoso se requiere, esencialmente, de la capacidad del gobernante para conocer las necesidades de la gente a la que tiene la encomienda de gobernar. Esta condición no sólo proviene de las habilidades, conocimientos y capacitación que se tengan en las artes de la política, la administración pública, el derecho o la economía, sino también en la sensibilidad con la que cuenta para saber escuchar, atender y discernir entre lo urgente, lo prioritario y lo rutinario en la compleja vida social, habilidad que sólo se obtiene formando parte activa de ese entramado. En pocas palabras: si el gobernante no forma parte de la vida del gobernado, está condenado tarde o temprano al fracaso.
Tras el conflicto armado de la Revolución Mexicana, se generaron diversos mitos en torno al Presidente de la República en turno, basado en facultades meta constitucionales —y hasta místicas— que hacían que la gente lo percibiera como una figura cuasi divina, con poder de incidir en todo y solucionar cualquier conflicto que se le presentara. De este modo, la investidura presidencial se fortaleció tanto en imagen como en legitimidad. El liderazgo del Poder Ejecutivo Federal era reconocido y aceptado en el inconsciente colectivo. Sin embargo, está mística se transformó en un gran peso que le fue restando legitimidad. Así, de ser el “señor todo poderoso” se volvió el “señor culpable de todo”, principalmente de los grandes males que aquejaban a la mayoría de los mexicanos y, consecuentemente, recipiendario de todas las frustraciones y enojos sociales.
De este modo, los presidentes de México se fueron transformando en prisioneros de su propia investidura. Las medidas de seguridad en torno a los recintos oficiales se recrudecieron; la participación del titular del Ejecutivo Federal en eventos públicos, se redujeron y controlaron al máximo, al grado de que el Estado Mayor Presidencial era quien ingresaba a las personas que participaban en los eventos multitudinarios, y de este modo tenía nombre y razón de cada uno de los asistentes a los mismos. En fin, todo ello generó un muro infranqueable que, paulatina pero reiteradamente, fue alejando al Presidente, tanto de la sociedad como de la realidad que los aqueja, volviéndolos rehenes tanto de intereses como de los designios de sus propios colaboradores.
En esta lógica, no resultan extrañas algunas de las primeras acciones que llevó a cabo el Presidente Andrés Manuel López Obrador como lo fueron: la apertura al público de Los Pinos como museo; el retiro de las vallas que rodeaban el Palacio Nacional y el acceso, casi sin control al público; el desmantelamiento del Estado Mayor Presidencial; la disminución en la seguridad que lo rodea, entre otras medidas que si bien se han calificado como populistas, también implican un mensaje de reencuentro con la gente a quienes gobierna y, sobre todo, que quedó atrás ese alejamiento que volvió a sus antecesores en mandatarios aislados, débiles, rehenes y carentes de toda legitimación.