Singladura
Lamentable y triste el creciente éxodo de venezolanos hacia varios países vecinos, así el gobierno -¿gobierno?- de Nicolás Maduro niegue la marcha y aún una crisis humanitaria en la otrora llamada Venezuela saudita.
Lamentable que el gobierno –de alguna forma hay que llamarlo, insisto- de Maduro niegue un fenómeno que no es nuevo y que, en honor a la verdad, él no engendró, pero si aceleró con un ejercicio de gobierno y políticas catastróficas.
Lamentable que el señor Maduro, con parientes acusados de narcotráfico, siga un día si y al siguiente también culpando de la honda crisis venezolana al imperialismo y las fuerzas opositoras de derecha, más aún cuando él mismo y toda su banda de compinches han acumulado un poder prácticamente absoluto en un país que hace años da signos contundentes de extravío político, por decir lo menos.
Al igual que otras naciones latinoamericanas, México incluido, Venezuela incubó hace más de tres décadas una crisis de tal profundidad, uno de cuyos indicios clave fue el desgaste del estamento o clase política dominante. En el caso de México, esa crisis política podría menguar si el gobierno de Andrés Manuel López Obrador logra una reingeniería básica del “sistema”. Ese fue el mandato de los 30 millones de electores.
En Venezuela, al término de la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez en 1958, accedieron al poder con base en el acuerdo de Punto Fijo los dos grandes partidos políticos venezolanos, el socialdemócrata Acción Democrática (AD) y el socialcristiano Copei. Ambos gobernaron sin mayores sobresaltos y de manera alternada por las siguientes tres décadas. Los extintos ex mandatarios Carlos Andrés Pérez Rodríguez, éste de AD, y Rafael Caldera Rodríguez, de Copei, fueron presidentes constitucionales dos veces, aunque éste último sólo pudo repetir en el Palacio Presidencial de Miraflores una vez que se convirtió en el parricida del Copei por él fundado para en su lugar fraguar la mezcolanza de pequeños partidos, conocidos como El chiripero.
La primera presidencia de Pérez (1974-79) coincidió con el auge petrolero, el embargo árabe y una época en la que Venezuela añadió a su nombre el apellido de Saudita. Una baja población y un país inmensa y potencialmente rico se combinaron para explicar frases bien conocidas de la jauja como aquella del “tá barato, dame dos”, hecha popular por los venezolanos que paseaban los fines de semana en Miami, obsequiaban autos entre amigos y poseían casas de playa, entre muchas otras expresiones del boato, financiado con un bolívar sólido ante el dólar estadunidense.
Con Jaime Lusinchi, correligionario de Pérez, vino el primer aviso económico de que el país andaba mal. Una fuerte devaluación expresó la crisis.
La segunda presidencia de Pérez a partir de 1989 y un programa económico ortodoxo, se conjuraron en el Caracazo, un estallido social sin precedentes, saldado con decenas y aún centenares de muertos y heridos. Fue la eclosión política de un sistema socavado por el boato, la imprevisión, pero sobre todo una corrupción rampante. Tres años más tarde, el comandante Hugo Chávez pretendió en este escenario hacerse del poder por la vía armada. Fracasó su primer intento, pero dejó abierta la puerta para que Caldera –la antítesis de Chávez- le cediera virtualmente el poder.
Los hechos que siguen son bien conocidos. La muerte de Chávez y el ascenso al poder heredado de Maduro, más una pésima conducción política del país, han llevado al fracaso político.
Es triste que sean ahora los venezolanos los que busquen refugio en países vecinos y aún más allá de América Latina. Antes, en la Venezuela saudita, colombianos, peruanos, argentinos y de otras latitudes llegaron a Venezuela atraídos por la riqueza petrolera. Hoy los papeles cambiaron. Conozco a muchos venezolanos que se han asentado fuera de su país porque vivir en Venezuela “no es difícil, es imposible”, me han dicho. Pasarán años para que este potencialmente rico país retome el camino que perdió hace décadas, en buena parte por la incapacidad política de sus dirigentes. Será difícil y muy tortuoso.
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