En un vistazo rápido a la historia, permite constatar que México proviene de una costumbre jerárquica donde las decisiones públicas giran alrededor de la una sola persona, la figura central, incluso paternal, al gran tlatoani, al virrey, al emperador, al dirigente, al líder. De ahí nuestra tradición presidencialista.

 La etapa revolucionaria permite acercarnos un poco a la concepción que tenemos de la democracia, porque ahí, la lucha por el poder se dirimía en el lenguaje de las armas, de las traiciones y quedaba representado en el papel del caudillo. Nuestra entrada a la democracia se caracterizó por su falta de educación, que no permitió entender su construcción, sus beneficios, sus complejidades y no solo con el fin de calmar revueltas e institucionalizar demandas.

Algunos personajes de la altura de Felipe Ángeles ya lo entendían, él mismo lo dejó claro cuando lo plasmó antes de llegar a su última morada: “Mi muerte hará más bien a la causa democrática que todas las gestiones de mi vida. La sangre de los mártires fecundiza las buenas causas”. Nos faltó educación democrática, pero sí nos acomodó el discurso del sueño revolucionario, de “los de abajo” a quienes proveería de justicia la revolución. El traje que mejor nos quedó fue más el de un centralismo político, acompañado del discurso de la pobreza.

Por ello, la complejidad que nos impone “la nueva normalidad” que impuso el “coronashock”, implica una demanda doble para nuestro sistema democrático, porque por un lado aún no termina por ser el instrumento de canalización de demandas sociales y por otro, estas se acentúan aún más con la crisis de salud y económica, que tendrá como resultado que 11 millones de personas formarán parte de las filas de la pobreza, lo que pone el énfasis en un añejo problema público y más en el marco de las elecciones que realizará nuestro país en 2021 y en 2024.

Que no nos sorprendan preguntas como las plantea el maestro Modesto Seara: “¿Una democracia para hacer qué? ¿Para que cada quien diga y haga lo que le da la gana? ¿Para que cada quien tenga una oportunidad de compartir y disfrutar el poder? ¿Dónde quedan las obligaciones, el sentido del deber, la solidaridad con los que sufren, la vocación de servicio?”

Puede existir democracia, pero sin resultados y sin oportunidades a lo Amartya Sen, termina por no garantizar los elementos básicos para una gobernabilidad, para un funcionamiento efectivo de la sociedad.

El problema de estas preguntas no es su añejamiento, sino la fuerza que han retomado en el marco nuestra nueva normalidad y ya no admiten prórroga. En este juego ya no hay tiempo extra.

Eduardo López Farías es economista, maestro y doctor en Administración Pública, ha realizado dos estudios postdoctorales en España y actualmente se encuentra realizando un tercer postdoctorado.

Escrito por: Eduardo López Farías
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