El pasado martes 14 de octubre, en la carretera Aguililla–Apatzingán, elementos de la policía estatal fueron emboscados por

 sicarios, fuertemente armados —incluso con rifles de asalto antiaéreos— en vehículos blindados, pertenecientes al Cartel Jalisco Nueva Generación, cuando se disponían a cumplir un mandamiento judicial. Así como este nefasto hecho, el país se ha colmado de este tipo de noticias desde hace más de dos décadas, en las que se ha gestado una sanguinaria guerra intestina en el territorio mexicano. 
Los enfrentamientos entre los grupos organizados, la diversificación de los negocios criminales y las disputas consecuentes por su control, aunado a un pésimo manejo por parte de las autoridades de todos los niveles, han hecho que el territorio mexicano se tiña de sangre. Ya sean emboscadas a cuerpos de seguridad o a integrantes del Ejército Mexicano; vendettas entre los grupos delincuenciales y sus ejecuciones, o encontronazos casuales con entre organizaciones rivales, en el territorio mexicano se viven frecuentemente estas escenas dantescas, que parecieran extraídas de alguna dramática película de guerra.
Lastimosamente pareciera que nos estamos acostumbrando a la violencia. Lo peor es que —dramáticamente— esto es tónica diaria en varias comunidades del país, principalmente las más depauperadas, por lo mismo, se vuelven presa fácil del crimen organizado. Ahí, la violencia, la fuerza de las armas, se impone sobre la razón e, incluso, sobre la dignidad humana. Poblaciones enteras, rancherías que, en otros tiempos, eran la joya de la reivindicación de las luchas de los trabajadores del campo, hoy se vuelven semillero de servidumbre para delincuentes que, a través del dinero o la fuerza, asientan sus reales e imponen su ley.
Mientras esto ocurre el gobierno demerita recursos para enfrentar este problema. El presupuesto en seguridad se ve mermado en pos de una redefinición de la política de austeridad en el gasto público; las áreas de inteligencia se desintegran y atomizan dejando de cumplir con su función principal: la obtención de información para la toma de decisiones; la descoordinación entre las diversas áreas gubernamentales que participan en la prevención y combate de este flagelo; se reorganizan los cuerpos policiales federales para constituir una nueva institución, al tiempo que se retiran a los cuerpos castrenses —llámense Ejército o Marina— de zonas reconocidas por la alta influencia de los cabecillas de los grupos delincuenciales organizados. Todo ello, aunado a un marco jurídico garantista, en el que, dadas las condiciones de violencia y abandono del estado de derecho, no se han establecido condiciones particulares que le permitan un mayor y mejor margen de actuación para las fuerzas del orden.
Es indispensable que se redefina la estrategia de seguridad, se necesita una respuesta inmediata para comenzar a cooptar la influencia perniciosa de los grupos delincuenciales en los sectores más desfavorecidos de la sociedad mexicana, que son tierra fértil para que crezca la funesta influencia de quienes transgreden los derechos de los demás en pos de sus intereses egoístas y personales.
@AndresAguileraM