El Jefe de Estado es, por definición, es la parte aglutinante de todos y cada uno de los elementos que lo conforman. Como tal, tiene la

 obligación primigenia de garantizar que las instituciones sirvan para alcanzar fines valiosos y prioritarios para la población. En los países democráticos con regímenes presidencialistas —como es el caso de México y los Estados Unidos de América— esta responsabilidad recae en el Presidente de la República, quien —a su vez— también es jefe del poder Ejecutivo.
Desde la óptica de Ferdinand Lassalle y su obra ¿Qué es una Constitución?, una de las obligaciones fundamentales de la jefatura de Estado es, precisamente, propiciar condiciones de armonía, coordinación y equilibrio entre los diversos factores reales de poder para que exista una sinergia entre todos sus integrantes y así permitir el libre desarrollo de los individuos que se encuentran en su territorio, con la certeza que existen tanto el estado de derecho donde se enmarcan tanto los límites y prohibiciones en el interactuar social, como el marco de actuación de las autoridades que están encargadas de hacer cumplir la ley. Por tanto, quien esté investido con la representación y jefatura del Estado, requiere de estar ajeno a esos intereses y así ejercer su función con libertad.
Cuando los intereses de los factores reales de poder toman control de la jefatura de Estado, comienzan a perderse los necesarios equilibrios entre ellos, lo que trae consigo inestabilidad, reacomodos y desajustes, que —directa e indirectamente— afectan a los individuos. Por ello, es tan importante que quien funja esta función tan trascendente se mantenga independiente y cuente con su propia fuerza en el concierto de intereses que forman parte del Estado.
Cuando el Jefe de Estado deja su posición de necesario equilibrio y se postra como figura protagonista y confrontante, genera disturbios que afectan a la sociedad lo que, a corto, mediano y largo plazo, trae consigo problemas y dificultades para los individuos y su entorno. No es nuevo y es un camino conocido que cuando un Jefe de Estado deja de actuar como tal, para mantenerse como otro factor de poder más, la inestabilidad y la inseguridad afloran en todos los aspectos de la vida social, lo que lastima directamente a la población.
En estos tiempos, en los que el desarrollo social pareciera haberse estancado por más de dos décadas, que las condiciones de transgresión constante de la ley se manifiestan a diario y que la violencia ha escalado de forma exponencial, es importante que se intensifique la condición conglomerante y de equilibrio que, por antonomasia, debe tener el Jefe de Estado, para que, a través de esta posición, se generen las sinergias necesarias para abatir estos flagelos que transgreden a la población.
La razón de ser de un Jefe de Estado es, precisamente, eso: garantizar la seguridad, los derechos y el desarrollo libre de las personas. Nada más, pero nada menos.
@AndresAguileraM