Ayer a las 19 horas, nos encontramos con que mil 215 mexicanos están infectados con el COVID-19; hay 3 mil

 511 sospechosos de infección y, lamentablemente, 29 han perdido la vida. La Ciudad de México y el Estado de México encabezan la lista de infectados y defunciones, junto con los estados de Nuevo León y Puebla, en tanto que Zacatecas, Campeche, Tlaxcala y Colima, presentan el menor número de infectados. Por eso, y para evitar contagiar y contagiarnos: nos quedamos en casa.
En estos días de aislamiento, me he reencontrado con pasajes de la historia que —me parece— han sido hitos en el desarrollo del mundo moderno. Uno de ellos, la Revolución Francesa y su subsecuente evolución. Las causas de su estallido —considero— son francamente inquietantes, máxime su parecido con las condiciones aún vigentes en el mundo.
Según reseñan la mayoría de los historiadores que he tenido la oportunidad de leer, coinciden en que el levantamiento social tuvo su origen en la injusticia que representaba la desigualdad social y política de la época. Mientras el clero y la nobleza desatendían sus funciones elementales de gobierno, se corrompían y daban rienda suelta a placeres banales, despilfarrando las arcas públicas, la mayoría del pueblo vivía inmerso en la pobreza extrema. La incipiente burguesía, producto de la Revolución Industrial, mantenían los ostentosos modos de vida de los déspotas, a través del pago desmedido de impuestos, sin permitirles opinar o participar en la cosa pública. De este modo, el descontento social crecía de forma exponencial y resultaba imposible evitar una revuelta armada.
Se hicieron intentos por tratar de despresurizar la creciente inconformidad, el Rey Luis XVI convocó a los Estados Generales para adoptar medidas que no fueron atendidas ni por el clero ni por la nobleza. Al final, la mayoría de los integrantes de los Estados Generales, instituyeron la Asamblea Constituyente, con lo que políticamente se dio fin al absolutismo. Sin embargo, eso no impidió que el pueblo, hambriento, se levantara en armas y tomara la Bastilla el 14 de julio de 1789, provocando la huida de los miembros prominentes del clero y la nobleza.
La Asamblea Nacional, colmada de jacobinos y liberales radicales, toma el control de la nueva República Francesa y constituye uno de los pasajes más obscuros de la vida democrática del orbe: la instauración del Régimen del Terror, a través del Comité de Salvación Pública y Tribunales Revolucionarios que, en su conjunto, ejecutaron a más de 40 mil franceses. El revanchismo se materializaba en la constante caída de la guillotina y la consecuente ejecución de quienes formaron parte de la nobleza y clero arrogantes, prepotentes y causantes de la pauperización de los hijos de Francia.
El discurso de los dirigentes fue la “salvación moral” de Francia y el saneamiento de su vida pública y política. La exigencia era terminar con la corrupción y aniquilar a quienes atentan contra la República, creada por el “pueblo” para su bienestar y mejoría. Su principal exponente: Maximilien Robespierre, el “incorruptible” de quien trataré en el siguiente artículo.
@AndresAguileraM.