La corrupción es un mal generalizado en las sociedades del orbe. Por más que se intente ocultar o se pretenda demostrar con discursos y promesas, lo cierto es que es pandémico, que se

 generaliza de forma exponencial. Ninguna nación, por más civilizada o incivilizada que se le califique, se salva de padecerla. En mayor o menor medida se presenta en todos los gobiernos y sociedades. Sin embargo, también es cierto que las sociedades más avanzadas del orbe han desarrollado mecanismos mucho más eficaces que otros para prevenirla, vigilarla y sancionarla, que es donde verdaderamente estriba su reconocimiento por las estrategias y esfuerzos emprendidos para abatirla.

Como lo comenté en la entrega anterior, el último esfuerzo emprendido por nuestro país para atender los temas de corrupción fue el Sistema Nacional Anticorrupción, que estableció una serie de mecanismos innovadores que implican la intervención interinstitucional para definir las políticas de combate a la corrupción, sin que estas obedezcan a intereses aviesos o políticamente convenientes a algún movimiento, partido o grupo en el poder.

Entre muchas innovaciones, además de precisar procedimientos, brindar facultades especiales a los órganos fiscalizadores y a las contralorías, el Sistema y su articulación en las entidades federativas, prevé la participación de instituciones autónomas jurisdiccionales —Tribunales de Justicia Administrativa— como encargados de juzgar y sancionar la comisión de actos de corrupción que afectan gravemente el desarrollo de las funciones gubernamentales.

Una judicatura autónoma e independiente es pieza fundamental de cualquier sistema democrático. Con ello se busca que los procedimientos y determinaciones cumplan con los principios de equidad, legalidad y debido proceso, y así se evite —en gran medida— el uso faccioso de las instituciones. Una judicatura fuerte, autónoma e independiente garantiza el equilibrio entre los poderes. De este modo sus determinaciones se legitiman más allá de la coerción.

Por ello, la mayor parte de los sistemas que buscan la buena administración, prevención y sanción de actos de corrupción, implican la participación de la judicatura, para que, de forma equilibrada, sin sesgos ideológicos o políticos, se realicen adecuada, jurídica y eficientemente todas aquellas acciones relacionadas con la optimización de la función pública.

Sin una judicatura garante de legalidad, que sea sumisa o dependiente de otro de los poderes, cualquier acción relacionada con el buen ejercicio del gobierno o la prevención de la corrupción sería infructuosa, inútil y propiamente corrupta, pues estaría faltando a la naturaleza de su función y consecuentemente incumpliría con ello.

En esta lógica, es imperioso promover una participación más activa de los órganos impartidores de justicia; dotarlos de mayores herramientas para garantizar su autonomía e independencia, al tiempo que se les fortalece en facultades y atribuciones para evita la tentación autoritaria y de sometimiento a la voluntad de cualquiera de los poderes constitucionales. Es absolutamente necesario para así garantizar tanto la gobernanza como un combate efectivo al flagelo de la corrupción.

@AndresAguileraM