La idea de la participación del gobierno en la vida de la sociedad implica diversas visiones político-filosóficas que van desde el extremo liberal de excluirlo de cualquier actividad social, hasta los más recalcitrantes comunistas que pretenden que sea el gobierno el que regule e incida en todo.

Ambas visiones tienen sus pros y contras que forman parte del debate doctrinario que prevalece en la academia; sin embargo, la historia nos dice que ambas posturas —en sus extremos— son idílicas e irrealizables, por lo que —en la práctica— diversos gobiernos han optado por implementar, paulatina pero recurrentemente, políticas ideológicamente eclécticas. En todos los casos, es posible afirmar que ningún gobierno es completamente liberal o tendiente al comunismo o socialismo.

El gobierno es un factor real que directa e indirectamente incide en la vida social a través de la implementación de sus políticas y que, en todos los casos, habrá de afectar a un número importante de individuos. De este modo, es indispensable que predomine la conciencia en los gobernantes que las decisiones que se asumen y que instruyen el actuar y operación del aparato gubernamental, habrán de trastocar no sólo intereses de factores de poder, también afectará la vida, libertad y estabilidad de quienes conforman el Estado.

En esta lógica, quienes gobiernan o ejercen alguna función pública, deben tener no sólo la preparación para asumir esta función con plena responsabilidad y conciencia de las consecuencias de sus decisiones, además deben —también— tener la sensibilidad necesaria para que, al asumirlas, se prevea el escenario más favorable —o menos desfavorable— para la colectividad, sin que en ello imperen dogmas ni ideologías monolíticas e irreductibles.

Por ello se vuelve inconcebible que, en pleno siglo XXI, con la experiencia vivida tras los errores cometidos durante el siglo XX, con los avances tecnológicos alcanzados y con la capacidad de recopilar información para la planeación y la toma de decisiones, se impongan ideologías radicales o visiones sesgadas, arcaicas y fallidas para gobernar, pues implica condenar a la sociedad a la inmovilidad, al estancamiento y a la involución.

Gobierno y bienestar son un binomio indisoluble pues uno existe para alcanzar al otro. Ni los más furibundos liberales ni los más recalcitrantes socialistas pueden decir que sus posturas son las fórmulas idóneas para lograr el bienestar de las personas, por el contrario, es dable afirmar que esos extremos han sido los más grandes fracasos de la historia política moderna, pues los saldos negativos sociales son inocultables. 

Hoy —más que nunca— el reto está en instituir gobiernos con un alto sentido social, que no es otra cosa que preocuparse por generar condiciones reales para un desarrollo en bienestar. Lamentablemente el mundo se encuentra inmerso en un marasmo generalizado con respecto a los asuntos gubernamentales, que conlleva a la instauración y perpetuación de oligarquías que se alejan, cada vez más, de los fines valiosos del Estado y que, por el contrario, se acercan peligrosamente a considerar al totalitarismo —disfrazado de populismo— como una opción viable para retomar el orden y el rumbo hacia el bienestar.

@AndresAguileram