El poder o la potestad de dominar y definir sobre la vida, libertad y propiedades de las personas genera una fascinación gigantesca entre quienes lo ejercen. Difícilmente hay quien se resista a ese encanto, pues —cual sustancia psicotrópica— brinda diversas sensaciones placenteras a quienes lo

detentan y lo ejercen que le imperan realizar cualquier cosa para mantenerse en él. Desde el empleador hasta el primer dirigente de una nación deben sortear con los espejismos y alucinaciones que trae consigo el tener dominación sobre otros seres humanos, pues siempre se corre el riesgo de caer en excesos. 

Quienes lo detentan y lo ejercen dentro de un sistema democrático, el poder se otorga con ciertas características como son: temporalidad fatal, límites en su ejercicio y que, indefectiblemente, cualquier exceso será sancionado por la ley o por la sociedad, ello los obliga a racionalizar su ejercicio y cobrar conciencia que las decisiones tomadas y las acciones emprendidas serán juzgadas por la historia, el tamiz de los tribunales y por las personas a quienes afecten.

La adicción al poder puede traer consigo lo que se conoce como “la tentación autoritaria” y pretender perpetuarse en su ejercicio. En la historia de la humanidad tenemos innumerables ejemplos de esta situación. En el siglo XX, principalmente en América Latina, vimos como se impusieron dictaduras que emplearon a sus ejércitos para tales circunstancias. Sin embargo, el desprecio internacional a estas prácticas ha hecho que quienes tienen este tipo de deseos corrompan las instituciones democráticas, pervirtiendo su esencia y utilizándolas para perpetuarse en el poder.

Se han visto hechos tan deleznables como la utilización del aparato de justicia para someter a opositores; prácticas clientelares y populistas para dividir y confrontar a las sociedades y hasta alianzas funestas con factores reales de poder, legales e ilegales, para garantizar votos cautivos. Todo a fin de cumplir ambiciones megalómanas y preservar el poder de dominación que brinda el gobernar, lo que conlleva, necesariamente, un detrimento a la función pública, al interés general y al bienestar social, pues evidentemente se configuran un sinfín de conductas antisociales en las que imperan el uso indebido de recursos públicos y el abuso en el ejercicio de la función.

Así como ocurre en América Latina, también hay visos de esta situación en países europeos, incluso algunos de amplia tradición democrática, donde el estancamiento, la corrupción, el desdén, la desilusión y —en general— la anomia, han llevado a las sociedades a ponderar con simpatía situaciones de esta naturaleza, permitiendo el arribo al poder a posturas extremas de derecha e izquierda, que han dado visos de acercarse peligrosamente al autoritarismo y al reencuentro con regímenes fascistas.

Para concluir, es importante destacar que todos los movimientos revolucionarios de la época moderna han tenido como punto de partida, precisamente, el abuso del poder, la corrupción y el abandono social, lo que primeramente dividió a las sociedades y, posteriormente, dio vida a regímenes autoritarios y siempre la ruta para retomar la normalidad democrática ha sido larga y costosa para el bienestar y desarrollo de las naciones.

@AndresAguileraM