A lo largo de la historia, la condición de dominación ha sido una constante permanente basado, principalmente, en la necesidad de seguridad de los grupos

humanos. Así, el protector, el más fuerte, contaba con los medios para brindarle seguridad a un grupo de individuos que, a cambio, le cedían su libertad y —en ocasiones— hasta su voluntad. 

Conforme fueron evolucionando las sociedades, a la par de excesos de los gobernantes que implicaban el abandono e incumplimiento de sus obligaciones, se fueron gestando formas de gobierno más incluyentes que, en palabras de Winston Churchill la describía como “…el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás”. Así, por su propia naturaleza, se convirtió en un mecanismo de responsabilidad compartida, en la que —a juicio de los contractualistas— unos ceden parte de sus libertades a cambio de que quien —o quienes— gobiernan les brinden seguridad en su persona, bienes y derechos. La democracia es, de este modo, la materialización de un gran pacto social para el ejercicio del poder público.

La imposibilidad material de ejercer la democracia pura llevó a la creación de sistemas representativos, en los que se eligen a los delegados de la gente ante los órganos decisorios del gobierno, quienes ejercen el poder en su nombre. Ello, además de ser una alta responsabilidad, trae consigo privilegios personales que vuelven su ejercicio un elemento profundamente adictivo, que exacerba el deseo de permanencia y acumulación, a la par que crece el sentido patrimonialista de las instituciones públicas, junto con el abandono de sus obligaciones que aparejan actitudes frívolas y groseramente ostentosas, que alejan a la clase gobernante de quienes debieran servir, con lo que se consolida una élite despótica y oligárquica que se legitima a través de sistemas electorales que, más allá de fomentar una verdadera participación y vinculación con los asuntos públicos, transforman los procesos electivos en costosos concursos de popularidad.

A la par de estos complejos procesos de corrupción del ideal democrático, se suma la inconformidad social con los magros resultados de los gobiernos para generar condiciones reales de bienestar para el grueso de la población que, en el caso de América latina, se encuentra inmersa en condiciones de pobreza y desigualdad, potencializados con la incapacidad de brindar una seguridad real, efectiva y, sobre todo, perceptiva.

De este modo, las democracias, pervertidas en oligarquías despóticas, llevaron a una profunda y enraizada desilusión para con este sistema de libertades, abriéndole peligrosamente la puerta a la legitimación de tiranías legitimadas por la popularidad de líderes sociales que, lejos de enarbolar proyectos de bienestar, encarnan y abanderan el creciente rencor, a la par que promueven la división, el encono y la inconformidad, como mecanismo para perpetuarse en el poder.

Así, los últimos 20 años, el mundo se ha entrado en una dinámica que va desde la exacerbación de las libertades democráticas, pasando por un periodo de enquistamiento de oligarquías corruptas, frívolas e indolentes, que generaron una previsible inconformidad y encono que encausó a la sociedad a legitimar regímenes revanchistas con notorios visos de tiranías en las que el destino y porvenir de las sociedades están sujetas al capricho de voluntades únicas que conjuntan y deciden el destino de las naciones.

@AndresAguileraM