Todos los días vemos personas y rostros que transitan por la calle sin que tengamos idea sobre sus vidas. Para la mayoría, son mujeres y hombres

desconocidos, que están como parte del mobiliario urbano; ajenos a nuestra vida y devenir. La mayoría difícilmente vuelven a cruzarse, simplemente existen porque se ven y porque —quizá— llegan a cruzar miradas.

En este movimiento y cruce de personas, las historias individuales se constriñen al ámbito privado. En esa lógica, las vivencias, sentimientos y pensamientos se alejan del conocimiento de esa colectividad a la que pertenecen, así como del de sus autoridades, hasta que un suceso, por lo pernicioso de su naturaleza, se califica como delito. No es sino hasta que ocurre un daño que resulta de interés para el derecho y el gobierno; mientras tanto, lo que ocurra de la calle al interior de los hogares, se constriñe solo al ámbito privado.

Esa barrera, lo privado, es inquebrantable, cualquier intromisión de parte de las autoridades sin que medie una orden judicial, se considera abusiva e ilegal. Para que ello ocurra se requiere que quien se sienta agraviado lo solicite. 

Sin embargo, esta protección, que deviene de los más elementales derechos humanos, en ocasiones se convierte en una prisión infranqueable, en la que injustamente se condena a familias completas a padecer de situaciones de violencia, constantes y reiteradas, que hacen de vidas enteras infiernos encubiertos por el manto de la privacidad.

La violencia intrafamiliar no se ve. En la mayoría de las ocasiones, la protección a la privacidad es utilizada como velo de impunidad para que perpetradores, abusando de su condición familiar, fuerza y circunstancia, violenten a quienes debieran cuidar y proteger. Cierto, las mujeres son las principales recipiendarias de este terrible mal, donde dos de cada tres padecieron violencia. Sin embargo, otros grupos vulnerables, como niños, ancianos e incapaces, también son víctimas de este terrible mal. Por citar un ejemplo, de conformidad con datos del Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF) refieren que poco más del 16% de la población mayor de 60 años ha sufrido algún tipo de violencia.

La violencia intrafamiliar tiene muchas aristas que son de difícil atención. Sus orígenes son múltiples, así como sus manifestaciones y ejecución, lo cierto es que es un mal que se incrementa de forma considerable. , Como es sabido, durante el encierro generado por la pandemia con motivo del COVID-19 la violencia intrafamiliar, según datos oficiales, incrementó en poco más del 60%. Así, las presiones económicas, sociales y hasta mentales, son detonantes para que se ejerza violencia al interior de los hogares, sobre todo contra las personas que son más vulnerables, las mismas que —en la mayoría de los casos— son esos mismos rostros que, de forma anónima y constante, salen a la calle a trabajar y buscar el sustento para ese núcleo familiar que, lejos de ser el refugio y el lugar de paz y tranquilidad que debiera ser, es una prisión en la que su vida se torna en angustia y desesperanza. 

Así, cada vez que caminemos por las aceras de la ciudad, que transitemos por las calles y veamos conductores ensimismados o desesperados, consideremos que cada individuo vive una realidad distinta a la nuestra que, en mucho, puede estar marcada por la violencia doméstica, esa que se vuelve un terrible pesar que no se ve.

Andrés A. Aguilera Martínez

@AndresAguileraM