Desde los albores de la Guerra Fría, la polarización se hizo presente en el mundo.

Las conciencias y destinos de las naciones parecieran haberse adoctrinado hacia uno u otro de los extremos ideológico-políticos predominantes tras el reparto hecho por las potencias tras la Segunda Guerra Mundial; en esa vorágine de dominación, los países de América Latina fueron uno de los principales campos de batalla.

La expansión el ideal de abatir la desigualdad a través de la estructura estatal, como lo proponían los más recalcitrantes socialistas, resultaba sumamente contagiosa por lo noble de su objetivo y, naturalmente, se contraponía con la rampante desigualdad que genera el liberalismo exacerbado e ilimitado que, sumado con un conservadurismo rígido, moralino y hasta sectario, resultaba poco atractivo para la gente —en especial para los jóvenes— en quienes la idealidad surge de forma natural, así como el clamor incesante por la justicia.

Durante la segunda mitad del siglo XX, la disputa por los territorios de América Latina trajo consigo una serie de levantamientos armados que derivaron en los derrocamientos de regímenes protegidos por los intereses estadounidenses, para ser sustituidos por otros afines a las ideas socialistas prevalecientes en el momento. 

Salvo México, todos los países de Centro y Sudamérica vivieron golpes de estado que instauraron dictaduras. Otros, como el caso cubano, fueron levantamientos subversivos “populares” auspiciados por la antigua Unión Soviética, que derrocaron dictadores para ser sustituidas por estructuras basadas en la organización idealizada con la “dictadura del proletariado”.

Con el paso de los años, los regímenes con tintes socialistas instaurados en América Latina se transformaron en dictaduras totalitarias en las que los derechos humanos dejaron de ser prioridad. El control estatal, tanto de los medios de producción como de la vida social, era absoluto. Con ello, se consolidaron burocracias poderosas, que utilizaban sus cargos públicos no sólo para obtener mayores beneficios que el común denominador de la población, sino que sometían decisiones al arbitrio de sus pasiones, ambiciones y deseos, sin que para ello mediara tope alguno, salvo la voluntad del Jefe Máximo del movimiento.

De este modo, los grupos burocráticos se disputaban los tramos de poder cedidos por el líder de la revolución, con lo que fueron consagrando guetos compuestos no necesariamente por los mejores perfiles, sino por gente de la que gozaban obediencia, verticalidad y, sobre todo, sumisión para con los dirigentes de los grupúsculos burocráticos.

Así, en los regímenes totalitarios, las cortes eran sustituidas por burocracias sumisas, despóticas, arbitrarias y muchas veces ignorantes que, lejos de gobernar y atender y cumplir los compromisos de los regímenes y las promesas de sus líderes, se abocaron lograr controles para su beneficio individual.

Hoy la historia parece repetirse, sin embargo, las balas son sustituidas por la propaganda; la ideología por promesas huecas, revanchistas e irrealizables, auspiciadas por líderes carismáticos que suman burocracias despóticas, sumisas y arbitrarias que se alejan del ideario de justicia y lo sustituyen por ambiciones egoístas y sectarias.

Andrés A. Aguilera Martínez

@AndresAguileraM