El pasado domingo vivimos unos de los comicios locales más observados y comentados de los últimos años. Los

ciudadanos de Coahuila y el Estado de México eligieron quien los gobernara durante los siguientes seis años. En el estado norteño se renovó también el Congreso Local, donde la alianza opositora obtuvo la mayoría absoluta.

Por otro lado, el Estado de México, después de más de 90 años de hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI) tendrá una alternancia de partido político en el poder, aunado a que, por primera vez, el Ejecutivo local será encabezado por una mujer, la Maestra Delfina Gómez. 

Con este triunfo, el partido Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA) encabeza el gobierno de 21 de las 31 entidades federativas, con lo que se modifica, de forma vertiginosa, la composición política de la República. 

En sólo cinco años, MORENA ha desplazado a los partidos tradicionales imponiéndose como una fuerza política hegemónica en el país. De esta forma, el Partido Acción Nacional (PAN) conserva cinco gubernaturas, el PRI y Movimiento Ciudadano (MC) dos, en tanto que los partidos Encuentro Social (actualmente sin registro) y Verde Ecologista de México, aliados de Morena, tienen el control político de dos entidades respectivamente.

De esta forma, un panorama muy distinto al vislumbrado hace poco más de 20 años se asoma en el futuro de nuestro país, en donde el anhelo democrático, visto como la “llave mágica” para el bienestar de la república, se impuso ante cualquier condición, circunstancia o previsión. Sin embargo, tras dos décadas de un ejercicio de alternancias reiterados, el bienestar no llegó, por el contrario, las condiciones de pobreza aumentaron, así como la inseguridad, la corrupción y, desgraciadamente, la indolencia de la clase política que, paulatinamente, se fue alejando del pueblo que lo eligió y al que, en gran medida, comenzaron a tratar como siervos e instrumentos y no como personas.

Muchos se preguntan cómo es posible que la la fuerza e influencia de MORENA prevalezca sobre la gente; algunos —incluso— llegan a descalificar a quienes los respalda y vota por ellos, sin entender que, al final del día, es sólo una expresión de hartazgo y desesperanza por no encontrar una salida ante una situación que pareciera imposible: lograr una verdadera y equitativa justicia social.

Tras la Revolución Mexicana se impuso un régimen cuya bandera principal fue, precisamente esa: la justicia social. Con base en esta esperanza, se justificó y toleró la instauración de un régimen oligárquico, en donde la participación y el control de las instituciones gubernamentales se cedió al grupo vencedor, con la finalidad de lograr ese objetivo que siempre se ha visto lejano. 

Hoy, de nueva cuenta, el resentimiento y el hartazgo por la falta de bienestar, inequidad e injusticia se imponen como manifestación masiva de un pueblo terriblemente lastimado, no sólo por una clase política que se ha comportado tradicionalmente como señores feudales, sino por una corrupción rampante que los hace gozar de fortunas desmedidas y beneficios injustificados, que no se ajustan a las promesas reiteradamente expresadas en las explanadas, aglomeraciones y mensajes publicitarios.

Así estamos en la antesala de un nuevo régimen con tintes oligárquicos con una máscara de justicieros, en donde los pesos y contrapesos democráticos se diluyen, lo que se tolera con el fin de lograr la tan ansiada justicia social. Sin embargo, la experiencia indica que es una historia ya vista y, como tal, el final puede ser notablemente predecible. Estamos en la antesala de un nuevo régimen con un penetrante olor a viejo.

Andrés A. Aguilera Martínez

@AndresAguileraM