La medicina científica nace cuando hay una conciencia racional de "lo que se hace" y del "por qué se hace", cuando las explicaciones físicas y el pensamiento lógico se sitúan por encima de la magia, los amuletos, la superchería, los intereses particulares, 

las conveniencias personales o las convicciones políticas. He ahí la más grande contribución de Hipócrates de Cos, contemporáneo de Sócrates y de Platón: Entender a la naturaleza y al hombre mismo desde el poder de la razón, desde la observación y la experiencia. Pero más allá de esta avanzada y perdurable visión que racionaliza la praxis y que construye la medicina en torno a un pensamiento materialista, Hipócrates sentó también las bases de la ética médica, los principios que nos instan a "hacer el bien", a "no hacer daño"; el "Bonum facere y el "Primum non nocere", que se extienden aún a la práctica de nuestros días. Nos legó su juramento, esa intención de revestir el ejercicio del médico con las bondades de la piedad, de la virtud, de la consideración del "otro", de la discreción, la prudencia y el respeto por los demás, esa necesidad de impregnar cada acto médico, en lo individual o en lo colectivo, con las nobles intenciones que dignifican, que reconocen las necesidades ajenas y que enaltecen a la persona humana. Fue tan solo el reflejo de su "hambre de servir", de engrandecer, de ennoblecer la vida de cualquier ser humano por encima de nuestras creencias, de nuestras simpatías o nuestras fobias, del prejuicio o de los sesgos derivados de nuestras convicciones políticas, fanatismos religiosos o deformaciones ideológicas. Se trata en último término de exaltar, de proteger y de reverenciar la vida como el bien más preciado, de promover el honor y la bondad, la gratitud y la conmiseración. Pero el deber fundamental de todo médico, más allá de los resultados específicos o de los efectos concretos que puedan resultar del ejercicio responsable y profesional de su arte, es facilitar siempre los medios, empeñarse siempre en los cuidados, comprometerse en cuerpo y alma a la sublime tarea de combatir el dolor, a la encomienda de erradicar, en la medida de nuestros alcances, el sufrimiento humano. En este contexto ético, en este marco de principios solidarios que dan sentido y razón de ser a la figura de un médico, nada más cercano a la insolencia, a la burla, a la sinvergonzonería, a la inverecundia más condenable e impúdica, que las recientes declaraciones del Subsecretario de Salud Hugo López Gatell, en alusión a los reiterados señalamientos de los padres de niños con cáncer, que una vez más vieron incumplida la promesa de que a más tardar el pasado 26 de junio, los hospitales contarían con los medicamentos oncológicos necesarios para atender a sus pequeños enfermos:

 "Esta idea de los niños con cáncer que no tienen medicamentos cada vez lo vemos más posicionado como parte de una campaña más allá del país, de los grupos de derecha internacionales, que están buscando crear esta ola de simpatía en la ciudadanía mexicana ya con una visión casi golpista”.

Intento de curandero, batiburrillo impresentable de pseudociencia y servilismo, culmen de la ambición política, lameruzo codicioso e insensible, trepador inescrupuloso y chupamedias, encubridor a sueldo del desabasto infame, de la ineptitud crónica, de este afán absurdo e incomprensible de destruir a la industria farmacéutica nacional, a la que suponen corrupta (sin prueba alguna) y contraria a sus posturas ideológicas. No extraña que la muerte de estos niños sea sólo un bache en su camino, un mal necesario para acabar con los "corruptos", para "romper el monopolio", para acabar (como lo dijo nuestro supremo mendaz palaciego), con ese "enjuague", con ese infame negocio en el que también "estaban metidos los medios de comunicación". Mientras tanto que los niños se mueran; en su visión maquiavélica y perversa, en su estructura dogmática e inflexible, "el fin justifica los medios". Niños infames y "golpistas", imberbes simuladores hipocondríacos del neoliberalismo coludido: ¡Qué se jodan mientras transformamos, mientras barremos las escaleras de arriba para abajo, mientras eliminamos de la faz de la tierra el aspiracionismo y el egoísmo clasemediero. ¡Hay planes y prioridades! ¿Cómo distraer el presupuesto destinado a la impostergable remodelación del Estadio de Beisbol "Centenario 27 de Febrero" en Villahermosa Tabasco, para la compra de medicamentos oncológicos sin otro fin que satisfacer las intenciones golpistas de la derecha internacional? ¡Al diablo con Hipócrates y sus dislates sensibleros! La transformación está en marcha y no la detendrán, ni las invenciones malintencionadas de la derecha globalizada ni las intenciones golpistas del sabotaje infantil.

Como lo narran Jung Chan y su esposo Jon Halliday en su demoledora biografía de Mao Zedong, la Gran hambruna que azotó China entre 1959 y 1961, la más mortal en la historia humana y que cobró la vida de 38 millones de personas, no fue producto como la autora lo suponía de una mala gestión de la economía sino de un acto deliberado con plena conciencia de sus efectos: La exportación indiscriminada a Rusia de los alimentos que demandaba la población China a cambio de tecnología industrial y militar con miras a dominar el mundo. Para tales propósitos, señala la escritora, el líder inclemente y cruel estaba "dispuesto a sacrificar a la mitad de la población china".

¿Frente a la mitad de la población china, que son para Gatell unos niños con cáncer?

Dr. Javier González Maciel

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Estudios universitarios en Psicología, Médico Cirujano, Especialista en Cardiología, alta especialidad en Cardiología Intervencionista en Madrid España, titular de posgrado en Cardiología clínica, miembro de la Sociedad Española de Cardiología, profesor universitario, director médico en la industria del seguro de personas y conferencista para América Latina