El sentido de identidad nacional deriva de la pertenencia, de la cohesión, de los símbolos que compartimos, de nuestros "lugares comunes", de las aspiraciones, costumbres y creencias que nos integran e insertan en el entorno social, de esos constructos unitarios pero abiertos que hacen posible la

convergencia de la multiculturalidad, de la diversidad étnica, de la infinita variedad de tradiciones, lenguas, geografías y cosmovisiones sobre las que hemos edificado nuestra "mexicanidad"; expresión específica de nuestra "identidad grupal", reconocimiento mutuo cimentado en la confraternidad, la integración, la fusión y el consenso. Nuestra "comunión identitaria" emerge así de una cierta unidad de convicciones e intereses, de pautas, valores, comportamientos y patrones comunes, de esa "conciencia relacional" que nos convierte en un "nosotros" para distinguirnos del "ellos". Pero la identidad grupal no es esencia petrificada; como toda realidad social, como todo proceso sujeto a la transformación y al cambio, puede ser replanteada, reconfigurada o, en el peor de los casos, deformada o manipulada al servicio de oscuras intenciones ideológicas o a la medida de un proyecto político de Estado. Alinear la narrativa histórica con los intereses particulares del régimen en turno, justificar los fracasos del presente mediante la reconstrucción falaz de los sucesos del pasado, manosear la memoria de los pueblos para forjar en las masas una "identidad cultural a modo" que empate a cabalidad con el discurso político y con las pretensiones y conveniencias del grupo en el poder, sembrar e injertar en las conciencias frágiles y en las mentes vulnerables del pueblo llano aquellas ideas, "realidades" o visiones de la historia (sin importar su grado de falsedad o sus implicaciones morales) que mejor se ajustan a los "dogmas" y aspiraciones del proyecto dominante, es un hecho condenable, un acto flagrante de mezquindad política que atenta contra la cultura, que resquebraja y deforma las raíces comunes y los vínculos identitarios en que se apoya la cohesión social y el sentido de la unidad. Así, nuestro Inquilino de Palacio, nuestro cronista de pacotilla, nuestro ignorante historiador de lo "blanco y lo negro", nuestro revisionista de opereta, nuestro escritor de pasquines de tres pesos, intenta imponer su "verdad", su ridícula y nefanda "visión de la historia"; esa farsa maniquea, esa narrativa de bronce y mármol, de héroes y villanos, de "buenos" y "malos", de "indios" contra "españoles", que suprime las complejidades, la diversidad y la riqueza cultural, la contribución innegable de los unos y los otros. Su apologética defensa de los pueblos originarios, reducidos por su diminuto e insignificante intelecto a una fantasiosa visión paradisíaca de la virtud y de la convivencia armónica, su condena y su denuesto sistemático del "conquistador español" como el prototipo inconfundible de un ser malévolo, sanguinario y genocida, replica su visión polar, su reduccionismo ideológico, su arreglo bipolar entre el "pueblo bueno" (al que redime y representa) y las fuerzas oscuras del mal, la figura del "otro", del colonizador, del asesino, del responsable de las desgracias pretéritas, de los males presentes y las desgracias del porvenir. En esencia confrontarnos, situarse siempre en el extremo glorioso, arrogarse el legado de las figuras convenientes, posicionarse del "lado conveniente" en el ideario colectivo. ¿Puede haber una retórica más perversa y facciosa que la asentada en la "visión histórica oficial" plasmada en el video introductorio que precedió a la transmisión nacional de la ceremonia del Grito desde Palacio Nacional?:

"Hace 700 años fundada entre el agua y el cielo, México-Tenochtitlán, ciudad conectada con los puntos cardinales, es la casa anunciada por los dioses al pueblo del sol. Guiados por Huitzilopochtli, los aztecas salieron de las Siete Cuevas desde el mítico Aztlán, marcharon en busca de las señales para encontrar la tierra prometida en la etapa del Quinto Sol, así llegaron para empezar a construir una ciudad sobre un lago, fundando una majestuosa obra arquitectónica y de ingeniería que se convertiría en la capital del Imperio Mexica, orgullo de los mexicanos. Cultura milenaria que nos dio "rostro y corazón", sabiduría plasmada y transmitida en códices, legado de la grandeza de nuestra civilización al patrimonio de la humanidad [...]. Tiempo después un grupo de españoles, comandados por Hernán Cortés desembarcó en territorio mesoamericano, dominio del emperador Moctezuma. Hubo un choque entre dos formas de ver el mundo. El 13 de agosto de 1521, Hernán Cortés, con un puñado de españoles y miles de indígenas totonacas de Zempoala y tlaxcaltecas, con los que habían formado una alianza, invadieron la gran Tenochtitlán. Sitiaron la ciudad, arrasaron todo a su paso, sembraron muerte, no quedó piedra sobre piedra; por algún tiempo la ciudad sería inhabitable. Este episodio trágico constituyó la caída del Imperio Azteca y el surgimiento de la Nueva España. Los españoles dejaron una herencia de exterminio y muerte, enfermedades como la peste, la viruela, los piojos, el sarampión y otras calamidades. De esta tragedia se empezó a construir nuestra nación mexicana [...]. 

Con esta narrativa maniquea, tendenciosa e ignorante, sin más sustento que su imaginación, nuestro Inquilino de Palacio perpetúa su "bipartición", su dinámica de la confrontación, su arreglo polar entre ese pueblo "bueno e impoluto" al que salva y reivindica (por cierto, una visión muy alejada de la realidad histórica del Imperio mexica), y  el implacable enemigo en cuya sangre transita el torrente putrefacto de las plagas y la enfermedad, de la corrupción y de la muerte, y que nada ha aportado a nuestro devenir histórico más allá de la desgracia y la calamidad. 

Y ahí, en su zócalo colorido de luces y de circo, entre luminosos penachos y pirámides de utilería, con su soberbia acostumbrada y su mirada al "infinito", abrazado por las serpientes emplumadas de los pueblos originarios, pero de espaldas a nuestro pasado colonial, a nuestra herencia española y a nuestra riqueza multicultural,  entre luces de bengala y vivas a la "justicia, al "amor al prójimo" y a la "igualdad", se levanta lastimosa la realidad de sus muertos, de sus mujeres asesinadas, de su violencia sin freno, de sus niños sin medicamentos, de su mezquindad y su ruindad en el manejo de la pandemia: ¡No sanará con sus desaforados vivas a la "fraternidad universal" el odio que siembra a diario en la conciencia de los mexicanos, ni resarcirá la miseria y el abandono de sus 10 millones de nuevos pobres, desgañitándose con la falsedad y el cinismo de sus "vivas a la igualdad". 

Nada más despreciable que un farsante sirviéndose de nuestra historia. 

Dr. Javier González Maciel

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Estudios universitarios en Psicología, Médico Cirujano, Especialista en Cardiología, alta especialidad en Cardiología Intervencionista en Madrid España, titular de posgrado en Cardiología clínica, miembro de la Sociedad Española de Cardiología, profesor universitario, director médico en la industria del seguro de personas y conferencista para América Latina