SINGLADURA

A mi papá

Les recuerdo que la víspera fue día de la Marina. Déjenme esta vez contarles algo, personal, casi íntimo. Después de todo es viernes. Me enorgullecen los marinos de México, entre ellos mi papá, una hermana, un tío que ya se fue al descanso eterno y por supuesto

mi suegro, Alberto. Les mando un abrazo a todos ellos. Nací en un hospital naval. Crecí entre marinos Sería largo contar historias de ellos, todas maravillosas. Algunas tristes también, La tristísima muerte de mamá en un hospital naval, pero también el consuelo de haber visto, vivido pues, la atención que le prodigaron todo el tiempo médicos, enfermeras, afanadoras y todo el personal de ese hospital, un portento para los marinos, así esté enclavado en la ciudad de México.

Aprendí a nadar con mi hermana Martha en el Caribe mexicano gracias a otro gran marino que ya descansa, José del Carmen Méndez Chán, un tabasqueño de cepa, recio, amable y generoso. Disfruté la pesca en altamar y las cangrejeadas poco después de la medianoche. La pesca en varios muelles del país. Aún siento con emoción el momento en que un pez, cualquiera, tira del anzuelo y uno jala o suelta a veces el cordel. Capturé mariscos en las improvisadas trampas hechas de malla de naylon y volé papagayos, papalotes o cometas que son lo mismo en las playas y llanuras de muchos puertos e islas. Ah, qué niñez tan privilegiada, esa que incluyó aventuras en los diques, los muelles y las cuadras de los marineros, siempre amables, siempre solícitos, siempre hábiles para todo tipo de maniobras, entre ellas las mudanzas domésticas que en el caso de mi familia fueron muchas y tan distintas. Conocí Isla Mujeres cuando Cancún no existía. Mujeres, con su Garrafón y sus tortugas gigantescas llamadas carey. Con aquellos buques, vetustos ya y que incluso dejaron de existir, La Novia del Mar. No recuerdo ya el nombre de otro. Pero a bordo de ellos cruzábamos desde Puerto Juárez -hoy Cancún- a Mujeres.

El caracol, ¡ah, qué caracol! Nunca he vuelto a comer uno mejor por su frescura y color, casi marfil. Y el camarón de piedra, que regalaban los tripulantes de los camaroneros por cuñetes como una mejor opción a la de devolverlos al mar.

Todos estos y mucho más recuerdos me trae el Día de la Marina. Recuerdo por ejemplo a mi papá, joven, esbelto pero recio, con su uniforme caqui o blanco prístino, los zapatos relucientes, las hebillas pasadas por brasso hasta dejarlas casi esmeriladas y las insignias, que siempre asocié al bienestar de la familia. ¡Ah, qué tiempos hermosos! Por eso, sólo por eso, esta columna que hoy escribo se llama Singladura. Es la travesía del mar y de la vida.

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