SINGLADURA

Camino a una nueva elección por la presidencia del país, éste parece cada vez más escéptico sobre los actores políticos que ya asoman y muy pronto serán definidos de manera preponderante por los partidos políticos para la competencia de julio del 2018.

Como prácticamente nunca antes, México exuda desconfianza sobre una clase política que por décadas ha generado más frustración que certeza, más desilusión que esperanza y más desánimo que optimismo. Y no es para menos.

El sexenio del presidente Enrique Peña Nieto, ya en su último cuarto o, dicho de otra forma, en franca cuenta regresiva, entregará un balance de clarosbscuros. Se impulsaron reformas consideradas estratégicas, pero sin que hasta ahora éstas hayan ofrecido frutos concretos. Se prevé, al menos en el mundo oficial del país, que estas reformas arrojen dividendos a los mexicanos, pero sólo en unos cuantos años más. Pero el país quiere y necesita ya asirse de algo tangible porque de promesas está sembrado el camino al averno.

En materia de combate al crimen organizado, el gobierno en curso tampoco puede dar lecciones. Lo sabemos. Las tasas de crecimiento económico prometido –entre cinco y seis por ciento- son todavía una quimera. El combate a la corrupción y su prima-hermana llamada impunidad, tampoco han dejado satisfecho a prácticamente nadie, aun cuando se haya propugnado el Sistema Nacional Anticorrupción, hoy blanco de varios embates. En resumen, la gestión peñista quedará debiendo al país en áreas críticas y lo peor es que hay poco tiempo para entregar buenas cuentas.

Hablar de otros campos de clarobscuros sería prolijo, así que baste con esos señalamientos en este espacio.

Antes de Peña Nieto, Felipe Calderón resultó un fiasco mayor. Un país estúpidamente ensangrentado por un presidente soberbio y frustrado, podría haber sido el peor saldo calderonista. Aunque hubo otros, como la infeliz idea de Margarita Zavala de Calderón de regresar a Los Pinos sin mayor carta-credencial que la ambición pura. Con Calderón, un presidente bajo sospecha de alcoholismo, tampoco le fue bien a México.

Vicente Fox fue la peor personificación de la traición a un país que la noche del dos de julio del 2000 le exigía, le pedía, le rogaba “no nos falles”. Y falló de la peor manera.

Antes de Fox, una inmensa mayoría creyó que una derrota presidencial del PRI bastaría esencialmente para que México resolviera buena parte de sus problemas, entre ellos la corrupción, la impunidad, el precario crecimiento económico, la desigualdad social, económica y cultural profundas. Bastaría que se fuera el PRI del poder y “pácatelas”,  casi como con una varita mágica, México renacería y se encauzaría hacia el modelo de país al que seguimos aspirando.

Pero nada. Se fue el PRI, regresó éste y todavía nada. No al menos lo que requiere la inmensa mayoría de mexicanos.

El saldo es triste por precario e insuficiente, pero al menos el país cuenta hoy con una experiencia política importante. Sabe muchas cosas más que en 2000, el año de la traición foxista.

Cosa de ver el año próximo si esa experiencia y ese duro aprendizaje político, pondrá al país en una ruta, si no del todo exitosa, si en una menos aciaga. Veremos.

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