Himalaya
Sentado en una fría roca, con la mirada dirigida a lo alto del Himalaya, reflexiono sobre lo imponente que son estas cordilleras, como también lo es el pensamiento del ser humano que rebasa esas alturas con sólo implorar al Creador del Universo.
En el viaje que realicé al Tíbet recapacité en que Dios debe ser un santo pues años van y años vienen y sigue escuchando las plegarias que el hombre repite hasta el cansancio.
Dios, en lo inconmensurable del Firmamento, seguramente se divierte viendo cómo las galaxias y los hoyos negros se devoran entre sí, en tanto que Él no tiene día o noche que le preocupe.
Para el Eterno, el sonido monótono de las mantras que parten del Potala, en el Tíbet, desde un infinitamente pequeño punto de la Vía Láctea, no debe significar mucho. Pero para los seres humanos que habitan en esa diminuta motita en el espacio siempre habrá confianza en que sus letanías serán atendidas por ese paciente santo que es Dios.
Cada día escuchamos o leemos que los enormes telescopios instalados en modernos satélites artificiales, fuera de la dispersión luminosa o la contaminación de nuestra atmósfera, ven cada vez más lejos,casi al final de Cosmos, dejando la duda en los simples mortales sobre qué hay más allá de esa frontera. ¿Estará allá atrás Dios? Y si está, ¿escuchará todas esas monótonas expresiones religiosas que le envían terrícolas de toda ralea?
De existir, seguramente el Todopoderoso estará brincando de galaxia en galaxia; se echará una zambullida entre polvos estelares; jugará a la pelota con cúmulos o se montará en la enorme llamarada de la estrella que recién, hace millones de años, explotó.
Despreocupado, probablemente, se habrá olvidado de quienes habitan este pequeño planeta azul que no cuenta siquiera entre los millones de estrellas. Seguirá divirtiéndose en el Espacio, olvidando que en algún momento les dio vida, aunque no perenne.
Los seres humanos, en su hasta ahora soledad en el Universo, han encontrado en ese Dios infinitamente lejano, el consuelo o la esperanza.
Él dejó en el hombre, como herencia, la capacidad de discernir entre el bien y el mal, entre luchar por vivir o abandonarse a su suerte; crear maravillas y creer en sí mismo.
Su paciencia para escuchar millones de peticiones dirigidas hacia todas las formas en que ha sido inventado a través de miles de años, seguramente, para estas alturas de la vida, le han santificado.