Caminé hacia el lugar donde estuvo el edificio. No dije nada, sólo me incliné y tomé primero un trozo de piedra y lo aventé hacia atrás. Luego otro y otro hasta que, desesperado, no sabía si llorar, llorar, llorar hasta que no quedaran lágrimas en mis ojos.
Llegó el momento en que no sabía lo que estaba haciendo. Todavía traía mi traje y la corbata anudada a mi cuello, algunas lágrimas reprimidas lograban escapar de mis ojos. Con una mano limpiaba mi cara mientras con la otra, en un esfuerzo inútil, estúpido, trataba de remover la enorme pila de escombros en la que se había convertido el edificio donde estaban Marielena y sus papás.
Empolvado de pies a cabeza, las manos casi sangrando con ese arranque, quería seguir hasta que acabara con la última gota de esfuerzo.
-Espere por la ayuda joven –señaló alguien.
-Venga acá; vamos a esperar –dijo una mujer ya madura que me apretó contra su regazo, mientras también dejaba correr unas lágrimas solidarias por sus mejillas.
Mi vista se dirigía hacia esos restos mientras apretaba mis manos que estaban hinchadas después de ese esfuerzo inútil; mis puños impotentes no tenían la fuerza para salvar lo que en ese momento era lo único valioso en mi vida. No recuerdo cuanto tiempo estuve parado frente al montón de piedras.
Para los cuerpos de voluntarios que se formaron de la nada había lugares donde podría haber vida y por tanto los edificios colapsados totalmente no fueron tomados en cuenta de inmediato.
Al siguiente día, por la noche, una réplica de 7.3 grados sacudió los escombros. Fue tal el movimiento que si quedara un cuerpo en esos cascotes hubiera terminado de fraccionarse.
Marielena nunca apareció como tampoco sus padres. Quedó sólo un enorme vacío en mi vida.