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La defunción de Alberto Aguilera Valadez fue un suceso inesperado que generó gran revuelo en la sociedad mexicana. Juan Gabriel –como fue conocido en su trayectoria artística– fue uno de los cantautores más prolíferos de México. Su historia, difundida recientemente en una serie, ha sido referente para exaltar y reconocer la cultura

del esfuerzo y la dedicación, pues su ejemplo ayuda a afianzar esa frase que reza “sí se quiere, se puede”.

Aunado a ello, Juan Gabriel fue referente para la mofa y el escarnio hacia la homosexualidad. Aún y cuando él jamás reconoció contundentemente sus preferencias, ciertamente ésta siempre fue pública y notoria. No había comediante que utilizara su nombre, modos o maneras, para referirse –de forma burlona y en ocasiones hasta grosera– hacia quienes son homosexuales, lo que deja patente y expuesta una convicción de discriminación de un amplio sector de la sociedad mexicana.

En esta tesitura, es importante recordar que durante el pasado mes de mayo, el Presidente de la República envió al Congreso de la Unión una iniciativa en la que se pretende reconocer, en la legislación civil federal, a los matrimonios igualitarios, lo que provocó una reacción, exagerada, desmedida e ilegal, de parte de muchas asociaciones religiosas, principalmente, de la iglesia católica que, abiertamente, se dedicó a realizar una campaña en contra, no sólo de la iniciativa presidencial, además del partido en el que milita Enrique Peña Nieto, el Revolucionario Institucional. Hoy esa campaña ha cobrado frutos.

La raigambre de prejuicios y de homofobia en la sociedad mexicana no es algo nuevo, por el contrario, es una situación que tiene profundas raíces y que ha sido difícil avanzar en su abatimiento. Cierto, existen entidades, como la Ciudad de México y particularmente Coahuila, donde las libertades y el reconocimiento de derechos han ganado terreno y se han impuesto a la cerrazón y al prohibicionismo impulsado por el más rancio conservadurismo mexicano.

Independientemente de ello, la muerte de Juan Gabriel sirve, de nueva cuenta, como un ejemplo claro de la imperiosa necesidad que existe por materializar la demanda de miles de personas que exigen un reconocimiento fehaciente a derechos ganados. El matrimonio igualitario no es un tema que deba sujetarse a referéndum, es una política pública que cumple, a cabalidad, con los principios liberales que le dieron origen a la República Mexicana y que reconoce, per se, la condición de igualdad que requieren muchas personas que hoy, por prejuicios enraizados absolutamente injustificados, no pueden gozar de la igualdad que ordena la Constitución y la estricta lógica.

“Prohibido prohibir” reza el principio progresista. No podemos –ni debemos prohibir– la materialización de derechos que existen en la realidad social. Mucho menos debemos proscribir la intención, bien sabida y justa, de que personas regularicen en el marco de la ley su relación y la creación de lazos familiares.

@AndresAguileraM