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Tras un violento nacimiento y un convulsionado primer siglo de vida independiente, México logro crear un proyecto de Nación propio, en el que quedó estatuida su convicción liberal y muy claros los principios bajo los cuales se habría de regir el conjunto de acciones de todas las partes que conforman el Estado Mexicano. El

gobierno tendría que mantener esos principios en su actuar. Debe, en consecuencia, garantizar la vida y libertad de todas las personas que se encuentran en el territorio del Estado, al tiempo que realiza todas las acciones a su alcance para generar condiciones de bienestar para los mexicanos.

Desde que se publicó la Constitución Política de 1917 hasta nuestros días; el texto constitucional ha sufrido 231 reformas. Todas derivadas de los cumplimientos y acciones necesarias para atender y cumplir las promesas, postulados y ofrecimientos de los periodos presidenciales subsecuentes; sin embargo, ninguna de estas reformas ha trastocado la esencia liberal, nacionalista y progresista del texto original.

Las reformas van siguiendo la misma línea, sin embargo —y en no pocas ocasiones— se acercan peligrosamente a alguno de los extremos de las visiones radicales de la política. Ejemplos claros han sido la reforma energética; en donde, sin ceder por completo la participación estatal en la producción y distribución de hidrocarburos, abrieron la puerta al sector privado y a los intereses energéticos transnacionales; y la reforma fiscal, donde se retoman esquemas recaudatorios y de endeudamiento que no dejan satisfechos a ninguno de los actores políticos nacionales.

Como vemos, todo pareciera indicar que el proyecto liberal y progresista de la Revolución Mexicana sigue vigente, y que —en consecuencia— el rumbo está trazado hacia la consolidación de un objetivo concreto, que es el bienestar general de todos los mexicanos en un Estado que genere igualdad de oportunidades y mejoría de condiciones para las personas, en un clima de libertad y seguridad; sin embargo, la percepción generalizada es que esto ya no es así.

La falta de acciones de gobierno eficaces; la corrupción e incompetencia de los políticos y dirigentes, sumados a la indolencia gubernamental y la complicidad con el crimen y los intereses mezquinos, son los que propician que se logre la consecución de estos objetivos, lo que hace parecer que no existe rumbo ni proyecto de Nación. Nada más falso y terriblemente desalentador es el hecho que la gente, que es parte del pacto político que representa la Constitución, desconozca o —peor— desconfíe del proyecto de país que tiene. El proyecto está bien delimitado y definido, lo que falta es voluntad y capacidad de la clase política por lograr cumplir con esos objetivos. Los políticos de estos nuevos tiempos son los grandes responsables de la desilusión que vive la gente para con los temas de la cosa pública. Son ellos quienes tienen que ceder su lugar a quienes, verdaderamente, tienen interés por cumplir con la función pública, por servir a México y contribuir a lograr el proyecto de Nación de la Revolución Mexicana; pues esos objetivos son claros y siguen vigentes; aún y cuando “la nueva ola” de funcionarios públicos, hoy cataloguen esto como anacronismos e ideologías inservibles.

@AndresAguileraM