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Mientras un sector de la población, ese que le gusta interesarse de los temas políticos del país —ciertamente minoritario—, estuvo pendiente del debate del pasado domingo 22 de abril, el resto —la gran mayoría— estuvo pendiente de otras cosas que les resultaban más atractivas. Quienes por primera vez atestiguaron un debate entre candidatos a la presidencia de la república mexicana organizado por el Instituto Nacional Electoral (INE),

observaron el mejor formato que se ha logrado hasta ahora. Fue ágil, hubo interacción, réplicas y contra réplicas dinámicas que permitieron, de alguna manera, poder conocer —más que propuestas— las personalidades de quienes aspiran a dirigir los destinos y ejecutar las políticas públicas del país. El formato cumplió las expectativas por novedoso y, sobre todo, por transformar un ejercicio, necesario en la democracia y que tradicionalmente era aburrido y acartonado, en algo distinto que, en general, dejó buen sabor de boca al espectador.

Sin embargo, dentro de los resabios de este debate, quedó en claro la calidad de los candidatos con los que contamos en esta elección. Unos con la suficiente preparación para el cargo, otros mostraron dotes de una buena oratoria y facilidad para comunicar y los demás, dejaron en claro que son lo mismo que siempre han sido. No hubo sorpresas. Todos —absolutamente todos— actuaron de forma predecible: todos atacaron al puntero; la disputa entre el segundo y tercer lugar se mantuvo y, los independientes mostraron sus deseos por cobrar mayor notoriedad y subir sus números.

Ante ello y tras la conclusión del evento, cuya promoción y expectativa eran propios de un encuentro de box y no de un ejercicio político, todos salieron con sus seguidores a autoproclamarse ganadores del encuentro. Uno por haber sido el principal recipiendario de los ataques, otros por su oratoria y por su sensatez y los independientes por su sentimiento y “cercanía” con lo que quiere el pueblo. La verdad es que el ejercicio, si bien es cierto fue dinámico y mucho más atractivo que los debates presidenciales anteriores, los interlocutores quedaron a deber al electorado. Sus discursos fueron vacíos, llenos de epítetos, ausentes de sustancia y llenos de politiquería; con principios y fundamentos ideológicos encontrados, que hacen de sus candidaturas y propuestas algo prácticamente inexistente.

México vive, nuevamente, una jornada electoral complicada que, por la propia naturaleza de los contendientes, está polarizando a la sociedad. Los ánimos antagónicos predominan; la propuesta de acciones de gobierno que pretenden ofrecer, han pasado a último término; los electores son rehenes de intereses vestidos de ánimos políticos, en tanto las cúpulas y los factores reales de poderes negocian en el olimpo los destinos de quienes creen, como dogma de fe, que son quienes eligen con su sufragio a los gobernantes.

Lo único cierto es que ahora vivimos en la más grande de las incertidumbres, pues por lo que se alcanza a apreciar de la información que difunden, no hay certeza ni claridad respecto del rumbo que habrá de seguir México. Lo único cierto es que la gente no quiere más continuidad, pues el sentir popular es que el gobierno —y los partidos— le han fallado a la sociedad; sin embargo, no existe nada que indique hacia dónde habrá de dirigirse el país o —peor aún— el rumbo que la gente quiere que éste tome.

@AndresAguileraM