En la época de la República Romana, el senado preveía que, de forma excepcional, en casos de guerra, emergencia o alguna encomienda en

 particular, se otorgaran poderes máximos a una persona —generalmente integrante del mismo— para que tuviera todo el poder de las instituciones estatales, de forma temporal, para cumplir su encomienda. A este personaje se le conocía como Dictador.
Esta figura se ha importado a la vida de las democracias modernas. Prácticamente todas las constituciones del orbe —salvo el caso particular del Reino de Gran Bretaña— prevén la existencia de estados de excepción donde se restringen el ejercicio de determinados derechos a los ciudadanos, con la finalidad de atender una situación anómala y de emergencia, que ponga en riesgo a la población y a las instituciones de los Estados.
La imposición de un estado de excepción que conlleve a la suspensión de garantías o derechos es —como su nombre lo indica— anómala, ajena a la cotidianidad, por ello y por propia naturaleza, jamás podrá ser permanente, debe ser impuesta por tiempo determinado para concluir la emergencia. Asimismo, no pueden suspender derechos fundamentales del ser humano como la vida y la libertad, situación que ha sido revisada y consensada en diversidad de tratados internacionales.
Ciertamente México vive una situación sumamente compleja en el tema de seguridad. Durante los últimos lustros, la violencia y la actividad de la delincuencia organizada han aumentado de forma exponencial, afectando directamente la vida y libertad de las personas y sus comunidades que, azotadas por el miedo, viven en la zozobra y el sometimiento de su voluntad a sus funestos intereses.
A la par, el sistema punitivo penal ha sufrido grandes transformaciones que implican una nueva visión, más garantista, de la forma en que el Estado sanciona a quienes infringen la ley penal. Situación que —pareciera— coincidir con el aumento de la criminalidad, contrastando con la exigencia social por contar con mayor seguridad. Ante ello, ha trascendido en medios la pretensión de algunas autoridades por modificar el sistema garantista para regresar al anterior, en el que privaba la razón de estado sobre los derechos de las personas, como mecanismo represor efectivo contra el avance delincuencial.
Esta situación pone a la población mexicana en una terrible disyuntiva cuya resolución implica una profunda reflexión. Más allá del deseo visceral por detener el avance delincuencial a costa de lo que sea, justificado por el fastidio y la molestia generalizados por la falta de garantías de seguridad, debemos tener en cuenta que cualquier concesión de poder, dentro del marco jurídico ordinario para alguna institución, tendrá una repercusión inminente en el respeto de los derechos fundamentales que, difícilmente, podrá traer algún beneficio.
Por algo, desde la antigua Roma, el poder magnánimo del dictador jamás ingresó como parte de la cotidianidad.
@AndresAguileraM