Estamos rayando el cuarto mes de la emergencia sanitaria provocada por el COVID-19. El aislamiento poco a poco ha concluido. Cada vez más son los que, por la presión económica, tienen que salir para llevar comida a su mesa y seguridad a sus familias. La gente ha perdido sus trabajos y las diversas

 fuentes de ingresos que les brindaban sustento a sus vidas.

Todos —sin distingo de clases— han sido víctimas colaterales del estado anómalo en que vivimos. Ya sean los empleadores que han tenido que cerrar sus negocios, o bien los empleados que han perdido sus trabajos por ello, son víctimas de un encierro obligado por la preponderancia de la salud y por el abandono gubernamental. La vuelta a la actividad en la “nueva normalidad” debe tener como basamento la unión, la empatía y la solidaridad. De otra manera, estaremos condenando a varias generaciones a reconstruir lo que el COVID-19 derrumbó.

En esta tónica vale la pena reflexionar sobre los efectos de la Revolución Mexicana que, si bien generó un nuevo pacto político y eje de la reorganización social, trajo consigo una secuela de inestabilidad social y económica que tardó décadas en equilibrarse.

En ese entonces, los Presidentes de la República contaban con poder e intervención amplios en los asuntos públicos; incluso, a tomar parte en los enfrentamientos entre facciones que imposibilitaban la pacificación del país. En esa tónica, el Plan de Agua Prieta de 1920, en el que se desconoció al gobierno de Venustiano Carranza y se promovió una gran insurrección, trajo consigo varios efectos colaterales.

Si bien es cierto que el levantamiento tuvo amplia simpatía entre las otras facciones revolucionarias y entre la población, su triunfo se vio empañado por el asesinato de Carranza, lo que le trajo a Álvaro Obregón y a los líderes sonorenses deslegitimación y cierto grado de repudio entre la sociedad y —sobre todo— entre las facciones revolucionarias.

Ante esta situación de convulsión, Álvaro Obregón, quien contaba con una gran aceptación y respaldo popular y es electo Presidente de la República, buscó obsesivamente el reconocimiento del gobierno de los Estados Unidos de América para así garantizar su apoyo en caso de una sublevación. Su obsesión lo llevó a firmar los Tratados de Bucarelli, con los que cedió a muchas de las pretensiones que el gobierno estadounidense le impuso, para “resarcir” los daños generados a sus ciudadanos con motivo de la guerra revolucionaria. El ceder tanto a los intereses estadounidenses provocó que se retrasaran la concreción de varias aspiraciones y objetivos del plan de nación trazado en la Constitución de 1917, entre ellas, obtener beneficios de los productos del subsuelo nacional, como el petróleo y sus derivados.

Esta es una muestra que el temor y la inestabilidad política hacen que quienes detentan al poder — aún contando con amplio respaldo popular—, con tal de conservarlo han realizado acciones imprudentes y hasta desleales con su nación y su pueblo. Vale la pena revisar la historia para evitar a caer en excesos contrarios a los intereses de la patria, en pos de mantener obsesiones del poder.
@AndresAguileraM