Hace no mucho tiempo, tuve la oportunidad de sostener una charla, con amigos que forman parte del servicio público, en la que disertamos sobre lo complejo que es ejercer actos de autoridad en estos momentos en el país,

 sobre todo por la notoria pérdida de legitimidad que padecen las instancias de cercanía y representación social. En la plática, salió a relucir que, durante nuestra niñez, la figura del policía era recurrente en los juegos de rol infantiles. Todavía fuimos de esa generación que, cuando nos preguntaban que seríamos cuando fuéramos adultos, decíamos: policía, bombero, astronauta o vaquero y, a partir de ahí, comenzamos a especular sobre las complejidades y vicisitudes que implica la función policiaca, en particular, los de proximidad en la Ciudad de México.

Antes de proseguir, quiero precisar que el siguiente relato es producto de la imaginación de quienes participamos en esa charla y, en particular, mía y que tiene por objeto comentar lo que es mi idea de lo que recurrentemente padecen un gran número de elementos de la Policía de la Ciudad de México, a quienes refrendo mi afecto, respeto y admiración por la importante labor que realizan. Al policía lo llamaremos Juan y será el protagonista del relato. El tiene su domicilio en Tecámac, Estado de México, y tarda dos horas en trasladarse a su comandancia de adscripción.

Durante la conversación definimos —con poco o nulo conocimiento— que el turno de cualquier elemento policiaco implica 24 horas de trabajo por 48 de descanso, lo que obliga Juan a presentarse en la sede de su sección de adscripción a primera hora de la mañana. Asumimos que el horario de entrada y salida es a las cinco de la mañana. Lo primero es llegar, por lo que tiene que salir de su hogar antes de las tres de la mañana, tratando de encontrar transporte que lo conduzca hasta la Ciudad de México. Suponiendo que pronto logre encontrar corrida que lo lleve hasta la primera estación del Sistema de Transporte Colectivo Metro y que —a su vez— le permita llegar a la estación más cercana a su lugar de trabajo, habrá invertido prácticamente las dos horas de traslado, con el tiempo justo para cambiarse de ropa, ponerse su uniforme y pasar revista con su Jefe de Sección.

Si la revista pasa sin novedad, estará encaminándose hacia su cuadrante a las seis de la mañana, para comenzar con labores propias de su función. Por instrucciones superiores, ese día le toca cubrir un crucero complicado en la Ciudad de México, en el que, primordialmente, tiene la obligación de hacer lo humanamente posible para tratar de ordenar el tránsito vehicular que —dicho sea de paso— salvo contadas excepciones, resulta verdaderamente caótico. Pese a los buenos deseos de su esposa e hijos y la mejor actitud posible ante la vida, la displicente actitud de los conductores, aunados a su desprecio para con el servidor público, el humor de Juan se va transformando paulatinamente, ante la actitud grosera, prepotente y hasta altanera de los transeúntes, conductores y acompañantes, hasta generarle un gran enojo; y eso que apenas lleva las primeras cuatro horas del turno.

El sonido de las bocinas de los automóviles ya no le aturden, tanto como la actitud altanera y grosera de las personas que ignoran y vilipendian la autoridad que el cargo le confiere (continuará…)ç

@AndrésAguileraM