Hablar de corrupción en estos tiempos pareciera ser redundante y un tema común para quienes solemos opinar sobre los temas de la política nacional. Sin embargo, pocos hemos comentado sobre lo peligroso y riesgoso que la perversión de la actividad pública y gubernamental implica para la realidad de la nación.

Corromper el servicio público trae implicaciones que van más allá de la indignación por el enriquecimiento desmedido y grotesco de políticos profesionales. La corrupción trae una cadena casi interminable de repercusiones que perjudican directamente a la sociedad, que van desde la deficiencia en los servicios públicos hasta la abdicación de las instituciones a intereses funestos y ajenos al bienestar general, porque en todos los casos, existe una sumisión del poder público a intereses ajenos a los de la sociedad.

El servidor público que corrompe su función dramáticamente deja de serlo para convertirse en un empleado de quienes pretenden obtener un lucro indebido del hecho; porque someten el poder que les es conferido a intereses distintos al bienestar de la sociedad a la que sirven y, con eso, se merma la fuerza gubernamental pues pasa de ser un instrumento útil para la sociedad a una herramienta de intereses individuales.

El poder público, para serlo, eminentemente debe tener esa característica de supremacía, jamás debe someterse a nada más que a la Constitución y a las leyes que de ella emanan, porque son la voluntad de la gente plasmada en un pacto fundacional que regula la forma en que se organizan para lograr el bienestar general. Por tanto, es posible afirmar que su finalidad esencial es proteger a la población del Estado, por lo que debe estar por encima de cualquier interés individual o de grupo. Si se llega a someter a alguno —o algunos— su obligación de fungir como mecanismo que equilibre las desigualdades deja de existir y, por tanto, se pervierte su naturaleza y cesa su utilidad social.

De este modo, podemos afirmar que la grave consecuencia de la corrupción es que somete el gran poder que le es conferido a las instituciones gubernamentales a intereses egoístas y, en la mayoría de las ocasiones, sumamente funestos para el tejido social, principalmente porque se aleja de su función primordial de brindar seguridad a la población, ya que deja de brindar esos equilibrios que generan la equidad que es fundamental para que se pueda desarrollar plenamente la libertad.

Por ello es por lo que la corrupción gubernamental debe ser prevenida y sancionada de forma ejemplar. De nada sirve satanizar y banalizar al servicio público o alentar y atizar el encono social generado por el enriquecimiento desmedido de funcionarios y políticos, sin que se observe el grave daño que ocasiona al Estado, pues su proliferación implica una abdicación tácita de sus obligaciones fundamentales de seguridad y certeza.

La lucha contra la corrupción debe tener como finalidad primordial la salvaguarda de la función pública y no, como se ha puesto de moda, la simple sanción a quienes se enriquecen abusando del poder o depauperando la función pública como venganza ante la existencia de ese hecho social tan complejo. Mientras la revancha sea la que guíe los esfuerzos para prevenirla y combatirla, la lucha será inútil e infructuosa y, por el contrario, se seguirá generando un caldo de cultivo ad hoc para su proliferación.

@AndresAguileraM