En los últimos días he tenido la oportunidad de leer y ver varias obras relacionadas con ese periodo tan obscuro de la humanidad

como lo fue el genocidio perpetrado en los territorios ocupados de Europa por la Alemania Nazi, en donde, según diversos autores, la cifra de asesinados por la “solución final nazi” estriba alrededor de los doce millones de personas, de los cuales, se calcula que —por lo menos— un millón fueron infantes.

La decisión de llevar a cabo esta política de exterminio popularmente se adjudica a Adolfo Hitler, aunque estudios recientes revelaron que, lejos de la concepción popular, la “solución final” no fue un plan perfectamente definido ni articulado, sino que fueron los líderes nazis quienes fueron armando la estructura de aniquilación no sólo de la comunidad judía, sino de todos aquellos seres humanos que tuvieran características distintas a la del “ario perfecto”, como lo eran personas con discapacidades, homosexuales, pensadores de izquierda, adversarios políticos, gitanos, personas de cualquier otra raza que fuera distinta a la concepción “aria” que ordenaba la “ideología” imperante.

Durante cinco años, el “Reich” organizó alrededor de 42 mil 500 instalaciones en toda Europa, cuyo objetivo eran, precisamente, exterminar a quienes confinaban. Primero los deshumanizaban por completo, esclavizaban, derrotaban su espíritu, para después proceder a perpetrar sus cuerpos y utilizarlos para acciones indecibles y que torturan los sueños de los sobrevivientes que aún se conservan con vida.

Este nefasto periodo de la historia de la humanidad se conserva en la memoria del mundo, como muestra innegable de la ilimitada crueldad a la que puede llegar el ser humano; sobre todo cuando se utiliza el poder de los Estados para ejecutar perniciosos planes que, aún ajenos a la lógica y, notoriamente al bienestar general, se incrustan en la mente de las personas como dogmas de fe, haciendo propios los incuestionables razonamientos y definitivas conclusiones del líder.

Así, los discursos sobre la “supremacía aria” se transformaron en parte de un dogma que incesantemente se repetían en muchas conversaciones, tanto entre la población depauperada como en las clases favorecidas, que apoyaron incondicionalmente al régimen, identificándose con el discurso oficial y hasta entramando nocivas complicidades para obtener beneficios y favores gubernamentales; todo ello unido en torno a una figura única, carismática, que aglomera intereses en torno suyo, a sus ideas y que cumplen sus designios con la finalidad de mostrarlo como el “magnánimo” e indispensable “guía de la nación”.

Esta construcción organizacional, que no ideológica, ha sido la que ha caracterizado a las burocracias del orbe. Así, un liderazgo carismático que arriba al poder gubernamental, sin pesos ni contrapesos, obtiene un poder casi ilimitado, que permite que su voluntad se cumpla a cabalidad. Bajo esta hipótesis, cualquier pretensión que se ajuste a ella, habrá de contar con apoyo incondicional que las complicidades que, como rémoras, se alimentan de los despojos de poder que va dejando el líder. Así, con restos se construyó el complejo sistema de exterminio nazi. De este modo es como, en la actualidad, los cómplices se favorecen de las ideas mientras cumplen los deseos irredentos del líder. Todo ello en un círculo vicioso que perpetúan liderazgos y enquistan dictaduras.

@AndresAguileraM