Aunque ajeno a cuestiones de Derecho y con plena consciencia de la abrumadora cascada de descalificaciones que puede acarrearle a un lego cualquier señalamiento en torno a nuestra Carta Magna, resulta incomprensible (al menos para mí) que en las facultades y obligaciones del Presidente, consagradas pormenorizadamente en el Artículo 89,
no se señale en forma explícita su deber de gobernar, sin distingo alguno, para todos los mexicanos. La reflexión se desprende del clientelismo dominante y del desprecio absoluto del inquilino de Palacio por cualquier tipo de demanda, reivindicación, interés, asunto, petición, señalamiento, necesidad, crítica, iniciativa, propuesta, razonamiento, ocurrencia u aportación, que no proceda de sí mismo. Encerrado en su burbuja de halagadores compulsivos, se regodea satisfecho con el logro que imagina, con la realidad que confecciona como saco a la medida, la que construye en su arrogancia y apuntala en su egolatría; esa especie de mundo autónomo, independiente e inconexo, que su narcisismo desbordado ha generado para sí, poblado de logros, hazañas épicas y transformaciones históricas. Todo egocentrismo sobrestima sus alcances y exagera sus triunfos; desconoce la brecha ineludible entre el desear y el conseguir, entre el querer y el lograr, entre el proyecto y la obra. Supone, como el rey Midas, que su toque es suficiente para transformar nuestro mundo en un áureo y refulgente paraíso. Pero vislumbrar las estrellas dista mucho de habitarlas; ahí están, impertérritos e insultantes los males de siempre, el flagelo de la corrupción, las masacres, los feminicidios, los niños con cáncer, la violencia cotidiana, la pandemia, el dolor y la pobreza. Pero no hay ojos para verlos ni empatía para sufrirlos; todo parece girar en torno a nuestro “iluminado”. Miles de horas consumidas en soliloquios narcisistas, en mañaneras fatuas, en preocupaciones insulsas sobre lo que se dice o no se dice de él en la "prensa "fífí", en los "pasquínes inmundos" o en cualquier otra parte, como si nada de lo que sucede estuviera a su altura. Supone que nadie sino él posee los rasgos, las características, los atributos, los alcances, el entendimiento y la omnisciencia para transformar nuestra Nación, para marcar hitos en el devenir de nuestra patria. Su sentido de la autoimportancia le priva de interlocutores, le vuelve sordo ante la crítica, indiferente ante el consejo, ciego a las necesidades de otros, impermeable a cualquier sugerencia o enmienda gubernamental que no haya surgido de sus entrañas. Nada lo detendrá en su camino hacia el abismo y aun en la desgracia se aferrará a su grandiosidad y despotismo, como lapa a la roca. 
 
En mayo de 1945, mientras las tropas alemanas colapsaban y el ejército rojo marchaba implacable en su camino hacia el Reichstag, entre las ruinas de Berlín, Adolf Hitler pasaba sus últimos días, a escasa distancia de la Cancillería del Reich, en las profundidades del búnker;  último refugio de los nazis hacia el final de la guerra. Mientras las mujeres civiles alemanas eran violadas en masa por los oficiales rusos y la capital alemana ardía en llamas entre los escombros, Hitler continuaba soñando con armas milagrosas que cambiarían las tornas de la guerra. Movilizaba ejércitos inexistentes y destituía al general de las Waffen SS Felix Steiner por su "negligencia" en el auxilio de Berlín. Niños y ancianos fueron armados y sacrificados para combatir por su Fürher.
 
Despertemos de este sueño narcisista, antes de que tengamos que abrirnos paso entre los escombros de nuestra patria.
 
Dr. Javier González Maciel
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Estudios universitarios en Psicología, Médico Cirujano, Especialista en Cardiología, alta especialidad en Cardiología Intervencionista en Madrid España, titular de posgrado en Cardiología clínica, profesor universitario, director médico en la industria del seguro de personas y conferencista para América Latina.