Así como el infortunado Narciso sucumbió al éxtasis de admirarse en las cristalinas aguas de la laguna Estigia, la soberbia desproporcionada destruye y paraliza: Exagera sus logros, se entrega a sus fantasías de éxito ilimitado, se regodea en su arrogancia, escala las delirantes cimas de
la omnisciencia para adjudicarse a sí misma lo bueno y lo admirable. Toda arrogancia desmesurada menosprecia lo ajeno, desconoce las necesidades y los deseos de los demás, los transforma en objetos, en meras extensiones de la propia voluntad. Y es que la sobrestimación delirante del "yo" nos aleja del interés genuino, de la acción desinteresada, pues reclama para sí su dosis de veneración: Utiliza a los demás en beneficio propio, siempre coronado por el engreimiento, por la arrogancia desaforada. Quien sobrestima sus virtudes y se posiciona en las alturas de un pedestal inalcanzable, exige devoción, admiración incondicional, reconocimiento ciego; se presume ilimitado y se supone infalible. De ahí su despotismo constitutivo, su incapacidad para conceder a quien difiere o disiente algún asomo de razón, alguna cualidad digna de atención o reconocimiento; de ahí su hipersensibilidad a la crítica, sus reacciones desmesuradas a la censura o la detracción, su personalidad desbordada que repudia los límites, que manipula las reglas, que rechaza las instituciones o los poderes paralelos.

En un sentido personal, el narcisista terminará sofocándose en su propio abrazo, en esa burbuja de aislamiento y de esterilidad afectiva; pero en las cumbres del poder, en los nichos de la adulación y la lisonja, es una plaga maligna, un augurio inequívoco de la desgracia y el desastre; rechazará a ultranza todo aquello que difiera de su sentir, que no calque su parecer, que no camine por sus pasos. No hay acierto posible en quien no representa su imagen convertida en reflejo, en quien no elogia su sapiencia y su valía; despreciará sin miramientos al detractor o al crítico, a quien le adjudicará una intencionalidad envidiosa, una finalidad perversa de opacar sus triunfos. Pero el repudio de lo distinto, la descalificación de quien difiere, encierra siempre los gérmenes del odio y las semillas de la división; conducirá al quiebre, a la escisión, a la polarización y a la violencia.  

Tal es el caso de nuestro inquilino de Palacio, que parece haber llegado al punto de inflexión, a esa región delirante donde el entorno se desdibuja, donde la soberbia y la cerrazón ideológica le impiden dar lectura a los escritos de la realidad; ve lo que quiere ver enceguecido por su altanería, escucha sólo su delirio narcisista que le susurra al oído su irrefutable "grandeza", su poder salvífico, su capacidad indiscutible para transformar a la patria. Pero todo narcisismo desbordado romperá la represa, conducirá al error; como en el sueño de Nabucodonosor, la enorme y sólida estatua de oro y de metales, se quebrará por los pies hechos de barro. Su derrumbe está cerca, sus evidentes desatinos presagian el impasse:

Un Palacio amurallado a la medida de su desprecio, de su sordera indolente, de su incapacidad para comprender las causas legítimas. Un búnker de "la paz", impenetrable y frío, símbolo de su distanciamiento, de una evasión cobarde e insultante disfrazada de "resguardo"; una barrera que replica la infamia de la desatención, el flagelo de la indiferencia, el agravio del desinterés, que transfiere a las mujeres la condición de "agresoras". Y un sádico violador, vomitivo y despreciable, beatificado por su protector, amparado en el poder, sometido a la justicia de las encuestas a modo; ¿son acaso los ultrajes un asunto de opinión, un delito reservado para el perdón popular? Nada más vil que justificar la infamia, que ofrecer a un violador la impunidad del poder.

Perseverar en la indolencia replica el agravio, reproduce lo ofensa; pero no se trata ahora de grupos de poder, ni de los adversarios que a diario construye su desbocada paranoia; se trata de mí, de ella, de nuestra vecina o nuestra hermana, de cada mujer y cada hombre cansados de su incompetencia, de su soberbia insufrible y su despliegue de ineptitud.

Dr. Javier González Maciel

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Estudios universitarios en Psicología, Médico Cirujano, Especialista en Cardiología, alta especialidad en Cardiología Intervencionista en Madrid España, titular de posgrado en Cardiología clínica, miembro de la Sociedad Española de Cardiología, profesor universitario, director médico en la industria del seguro de personas y conferencista para América Latina