Si pretendemos conducir de manera racional la gestión de un grave problema de salud pública como la actual pandemia de covid 19 que, según cálculos realistas llevados a cabo por el

 matemático Raúl Rojas de la Universidad Libre de Berlín en los que se consideró el exceso de fallecimientos del 2020 ha ocasionado en nuestro país la muerte de cerca de medio millón de personas (lo que dejaría muy atrás la evidente subestimación oficial), debemos establecer una clara separación entre ciencia y política, cada una con su propio marco lógico, ético y normativo; tal dilema fue abordado ya en otro momento histórico por el sociólogo, historiador y politólogo alemán Max Weber. El quehacer científico aspira a comprender las leyes de la naturaleza y de la sociedad, siempre con base en la reflexión y a partir de un proceso de observación y experimentación que, en último término, nos permite acceder a verdades empíricamente demostrables y de validez objetiva. La política, por su parte, supone la afirmación y adhesión a determinados ideales de naturaleza subjetiva y la intención, velada o manifiesta, de obtener, conservar o repartir el poder. La ciencia, en concreto, no debe ser política; exige un espacio independiente. Al margen de sus filiaciones ideológicas, quienes trabajan en el seno de la ciencia deben ser partidarios de los "hechos" y de los "datos", que contrastan notablemente con las filias, querencias, voluntades, simpatías o antipatías, emociones, pasiones o convicciones ideológicas que caracterizan a menudo el ejercicio de la política. Pero la interacción, a veces inevitable, entre ambas esferas del quehacer humano puede conducir a colisiones peligrosas y potencialmente devastadoras, toda vez que los hechos o los datos que proporciona la ciencia pueden resultar "inconvenientes" a la luz de una determinada postura política: la negación, la descalificación, la deslegitimación o la adjudicación de una intencionalidad perversa, serán las armas predilectas del político en la defensa de sus intereses ante las evidencias de la ciencia. Un cataclismo de proporciones semejantes puede surgir en el contexto de un Estado totalitario cuando la ciencia se sujeta a los intereses de un político que fija sus objetivos y, por tanto, sus resultados. La subordinación de la ciencia a las convicciones políticas es uno de los estigmas más lamentables de los regímenes autoritarios.


Este tipo de sesgos derivados de una falta de separación clara entre ciencia y política, han sido uno de los rasgos fundamentales en la gestión de la pandemia en México, comandada desde su inicio por dos infames pseudocientíficos, con más ambición que inteligencia. Mientras las decisiones políticas de los grandes estadistas en otras latitudes del planeta se rigen por las recomendaciones de la ciencia, nuestros ínclitos matasanos, con su inobjetable lealtad rayana en el servilismo, intentan respaldar a toda costa los dislates ideológicos y las absurdas decisiones que ha tomado nuestro Inquilino de Palacio en el contexto de la actual emergencia sanitaria. De ahí la disparatada verborrea de nuestro Rasputín de Palacio, su insistencia en descalificar la utilidad de las mascarillas, su repudio al empleo de fármacos reconocidos por su eficacia en otros países, sus cálculos errados sobre los picos de la pandemia, la subestimación de la enfermedad que comparó con la gripe, sus ridículas declaraciones que insisten en atribuir a nuestro Inquilino de Palacio una especie de superioridad moral, un poder mesiánico y salvífico emanado del pueblo:


" La fuerza del presidente es moral, no es una fuerza de contagio, en términos de una persona, un individuo que pudiera contagiar a otros".


Pero el colmo en este afán político de atribuir al Inquilino de Palacio un aura luminosa de origen popular, corresponde al propio Secretario de Salud, un hombre incapaz de entretejer con coherencia más de 10 palabras al hilo:


"Algunos dudaron y decían que no había tenido la enfermedad. Sí la tuvo y si no hubiera sido por su formación ya individual, su capacidad de respuesta inmunológica positiva, rápida y buena, que no fue gratuita, no la compró, se la regaló la población cuando los visitó durante no sé cuántas veces ha recorrido el país y ahí ha tenido contacto con la gente, con los alimentos, y reforzó su inmunidad, producto del desarrollo que le dieron sus padres, eso es así de sencillo".


¡Simplemente aberrante! La contaminación política de la ciencia puede conducir al hombre por la senda de la estupidez: Los nazis dieron un uso infame a la ciencia de la antropometría. La Agencia para la Instrucción Política Poblacional y el Bienestar Racial, clasificaba a los seres humanos entre arios y no arios con base en mediciones del cráneo y de otros rasgos físicos. No tener la certificación como un ario puro bajo tales parámetros pseudocientíficos supuso, en muchos casos, una sentencia de muerte en los campos de concentración.


Del amasiato entre ciencia y política nacen los engendros de la estupidez.


Dr. Javier González Maciel


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Estudios universitarios en Psicología, Médico Cirujano, Especialista en Cardiología, alta especialidad en Cardiología Intervencionista en Madrid España, titular de posgrado en Cardiología clínica, miembro de la Sociedad Española de Cardiología, profesor universitario, director médico en la industria del seguro de personas y conferencista para América Latina