México, 1 de julio de 2025 ::: México, un país llamado cine (2012) es, como su título lo sugiere,
una película hecha de películas. O, más precisamente, un “cine-ensayo” hecho en su totalidad de fragmentos de otras cintas retransmitidas, copiadas y resignificadas. Compuesto de breves clips de una cuarentena de filmes de 75 años de la historia del cine sonoro mexicano que van de ¡Que viva México! (Sergei Eisenstein, 1931) hasta Temporada de patos (Fernando Eimbcke, 2004) –del melodrama clásico al cine experimental; desde el thriller político hasta la comedia ranchera; del documental militante a la comedia romántica.
Sin embargo, México, un país llamado cine ofrece casi cualquier cosa menos un recorrido cronológico o una radiografía de géneros o de estrellas de la industria nacional. Mucho más que eso, constituye un remontaje radical de momentos, ideas y afectos pepenados de sus contextos originales y reconfigurados bajo una nueva ley. No es una película sobre México, sino una cinta sobre cómo el cine, a lo largo del último siglo, ha representado, imaginado y hasta producido la propia idea de nación.
Su realizadora, Ximena Cuevas, tiene una larga y destacada trayectoria como cineasta experimental y videoartista desde hace varias décadas. Su trabajo, en un primer momento en super-8 y después, la mayor parte de su carrera, en video, plantea una mirada incisiva sobre el campo audiovisual mexicano desde inicios de la década de 1980, explorando, en sus propias palabras, la condición de México como “un país de disfraces; de dislocaciones morales; de sueños americanos hechos de sets de cartón; un país servil; un país que tiene vergüenza de su propia raza” (entrevistada en Sergio de la Mora, “Mexican experimental cinema and Ximena Cuevas”, Jump Cut, núm. 43 (2000): 102-105). Una corriente de su obra –Las tres muertes de Lupe (1984), Cinépolis, la capital del cine (2003) y 6 minutos con Isela Vega (2011), para nombrar algunas– recicla, reutiliza y reapropia esquirlas de la historia de los medios de comunicación de México (principalmente cine y televisión) para interrogarlos y revelarlos como campos de producción de sentido patriarcales, heteronormativos, racistas y determinados por la circulación de la tecnología y del capital.
Como bien dice Laura Gutiérrez (Performing Mexicanidad: Vendidas y Cabareteras on the Transnational Stage, Austin: University of Texas Press, 2010) el trabajo de Cuevas interviene en la cultura popular mexicana de tal modo que la “infiltra y […] toma como rehén”. Responde al cine en sus propios términos y utiliza sus propios métodos manipuladores para mostrarnos cómo funcionan.
Si México, un país llamado cine tiene un relato, es complejo, difuso y a la vez contundente, y pone en evidencia cómo el cine mexicano –patriotero, cínico, solidario, banal, rabioso, burlón– produce un México inhóspito y violento que, sin embargo, suscita amor, orgullo, un anhelo por pertenecer, por defender o por poseer. Es un México objeto de intereses racistas, traidores, violentos, colonizadores, explotadores, extractivistas y especuladores. También es un espejismo: un espacio imaginario sobre el cual se proyectan deseos, un lugar que provoca la ansiedad de que todo sea un simulacro. Cuevas lo logra con la inteligencia de una gran montajista que traslapa densas capas significantes y confronta códigos genéricos. Encuentra e ironiza resonancias visuales, sonoras, ideológicas, metafóricas o sensoriales entre diversas imágenes del país cinematográfico: por ejemplo, el impresionante pero excluyente segundo piso del anillo periférico de Ciudad de México de En el hoyo (Juan Carlos Rulfo, 2006), y el nostálgico asombro del narrador de México de mis recuerdos (Juan Bustillo Oro, 1944) ante la modernísima pero también asfixiante urbe del “milagro mexicano”, o el eterno atasco de Mecánica nacional (Luis Alcoriza, 1971) para sugerir un país a la deriva pero que no se rinde, atorado pero que quiere arrancar. Es un filme intertextual y difícil que nos pide que nos valgamos sin parar de nuestros propios conocimientos y recuerdos cinéfilos. Pero los fragmentos son tan breves que en ningún momento nos permite dejarnos llevar por el contrato emocional que aceptamos tácitamente al convertimos en espectadores de cine. Más bien, nos mantiene en suspensión entre lo placentero o lo espantoso del momento que presenciamos (la voz de Jorge Negrete que oímos; o el contraplano implícito de la masacre de Tlatelolco que no vemos, visto por Carlitos, el niño protagonista de Rojo amanecer [Jorge Fons, 1989]) y el constante desafío del intersticio: es decir, las conexiones implícitas que se generan en el montaje.
Quizás, México, un país llamado cine no tenga un sentido tan explícitamente feminista como, por ejemplo, De cuerpo presente (1997, dirigida por Marcela Fernández Violante y montada por Cuevas). Pero resuena con cierta corriente de la historiografía feminista del cine que reivindica la centralidad del papel creativo de la montajista (oficio tradicionalmente femenino en la historia del cine que Cuevas también ejerce en paralelo a su obra experimental) en la producción del sentido de las películas.
Al volver a energizar estos fragmentos de la historia del cine mexicano, Cuevas se desempeña como la compiladora-espigadora que, de acuerdo con la teórica del cine feminista Laura Mulvey, abre nuevas temporalidades y horizontes de comprensión a partir de la reorganización y yuxtaposición de fragmentos audiovisuales dispersos, incompletos u olvidados. Hace estallar lo que de otro modo podría estancarse como patrimonio: gesto reflejado en el “FIN” en llamas que cierra su film, tomado de los créditos finales de El prisionero trece (Fernando de Fuentes, 1933). Y convierte estos fragmentos en pequeños artefactos cargados de lecturas potenciales cuyas múltiples historias sólo nosotrxs, su público, podemos completar.