Democracia, alternancia y desorden (Primera de dos partes)

Nuestra patria, al igual que todos los países del continente americano, es un Estado joven, fruto de las ideas liberales del siglo XVIII sobre su necesidad, valor y fin. Con apenas 210 años de vida independiente, nuestro querido México ha tenido una vida convulsa, llena de vaivenes sociales, políticos y económicos, que mucho han dificultado su desarrollo. 

 Históricamente, los momentos más estables de nuestra patria han sido —lamentablemente— durante la permanencia de las dictaduras u oligarquías. En últimas fechas, un mismo movimiento o partido político mantuvo las riendas de las instituciones gubernamentales, con lo que se garantizó transiciones ordenadas, cambios de mando pacíficos y, sobre todo, garantizando que la transmisión del poder se llevara a cabo mediante los cauces de la institucionalidad.

Sin embargo, la condición de libertad impera un mínimo democrático para que la vida de los Estados perdure, pues es la base del Contrato Social que los conforma. No basta lo ordenado, constante o permanente que evolucionen los indicadores económicos y de bienestar, siempre es necesario que se respeten los derechos y prerrogativas de participación política; es decir, que todos —o la mayoría— de los que forman parte del Estado tengan la certeza que son considerados en las decisiones gubernamentales. Si esta “cláusula democrática” falla, indefectiblemente la inestabilidad social y política se hacen presentes.

La historia más reciente deviene tras la Revolución Mexicana, de la que derivó un movimiento político que aglomeró a la mayoría de las facciones triunfantes en un gran partido político nacional que, cumpliendo con las “formas” democráticas, permitía la participación popular, en tanto que, al interior, se manejaban bajo reglas eficaces pero ética y legalmente cuestionables.

La fórmula era sencilla de comprender, pero compleja de ejecutarse: las diferencias entre facciones se resolvían con negociaciones al interior del partido y así la mayoría de sus integrantes eran beneficiados con prebendas del poder público. Con esto, durante más de 70 años, se regularon las ambiciones y sometieron las pasiones a una disciplina férrea, cuya transgresión implicaba —en primera instancia— la expulsión de la oligarquía y, como consecuencia natural, la pérdida de privilegios y de impunidad. Así se mantenía la disciplina y la unión de lo que se conoció como la “Familia Revolucionaria”.

En el año 2000 se gestó un gran movimiento que promovió la alternancia democrática como la fórmula idónea para el bienestar. De este modo, se dio fin a lo que Mario Vargas Llosa bautizó como “la dictadura perfecta”, que permitió a las facciones de la revolución y a sus herederos, perpetuarse y beneficiares del poder político por más de 70 años.

Sin embargo, la alternancia, víctima de las ambiciones y pasiones de los que la promovieron y enarbolaron, aunado a los pactos y vicios enquistados en la clase política, generó una oligarquía cuyo único vínculo fueron las complicidades en los beneficios y abuso del poder, dejando atrás y sueltos los principios y, a flor de piel, los incumplimientos y las traiciones; pero, sobre todo, la fórmula que permitió la cohesión del otrora partido nacional: la disciplina.

@AndresAguileraM