La oleada del Neoabsolutismo

Cuando Montesquieu escribió su obra “El espíritu de las leyes” y precisó la necesidad de dividir el inmenso

poder que los gobernantes absolutistas ostentaban y ejercían en detrimento de la libertad de las personas; más allá de ser la continuidad de los estudios de John Locke sobre el tema o del ímpetu por exaltar al ser humano, el origen del estudio devino de la observación y de los cínicos excesos que los monarcas tenían al ejercer el poder. 

Ya sea establecer las normas de conducta social, determinar los mecanismos para sancionar su transgresión; crear y abolir leyes a discreción y necesidad momentánea o caprichosa; disponer de la fuerza para hacer cumplir su caprichosa voluntad, era parte de la “gracia” de gobernar, el privilegio del monarca, su derecho otorgado por “Dios”.

Los monarcas absolutos eran dueños absolutos de la vida y gracia de sus siervos. No ciudadanos, no seres humanos: ¡siervos! Esa concepción utilitaria de quienes aceptaron la servidumbre a cambio de seguridad —desde la concepción hobbesiana— brindan su actividad para abastecer al monarca y a su corte. A cambio el monarca los protegía de los monarcas extranjeros que buscarían dominarlos, pero no de quien supuestamente los cuidaba. Al interior de las ciudades, la vida y obra de los siervos dependían tanto del temperamento como de la voluntad caprichosa de quienes los regían.

Estos excesos y la difusión de las ideas ilustradas de libertad y preponderancia de la dignidad de las personas, hizo que el absolutismo fuera despreciado y visto como un mecanismo de organización anquilosado, tiránico y deshumanizado, lo que llevó a rebeliones, guerras y transformaciones profundas en donde uno de los propósitos principales era delimitar el poder de quienes gobernaban, al tiempo de establecer contrapesos que evitaran los abusos y vigilaran los unos a los otros. 

De este modo, las naciones comenzaron a adoptar regímenes constitucionales, en los que existía una división equilibrada de poderes que, en nuestros días, es el esquema de organización gubernamental empleado en todo el orbe.

Aún y cuando la organización republicana y democrática es la que predomina en las naciones de la tierra, la tentación absolutista persiste en quienes ostentan el poder. No sólo eso, a través de tácticas populistas, ya sean de izquierda o derecha, convencen a las personas, a quienes a través de la manipulación, la polarización, el odio y los resentimientos arraigados en las sociedades, los aspirantes a absolutistas, someten a las instituciones a su voluntad y capricho, aduciéndose como poseedores de la voz y razón de lo que denominan “pueblo bueno” que no es otra cosa que grupo, una feligresía fanatizada por el rencor y el resentimiento, que apoya lo disruptivo y contestatario, como si el aspirante a déspota fuera un adalid o héroe.

La base del gobierno moderno deviene de su institucionalidad por su trascendencia y permanencia, lo que lo diferencia diametralmente del régimen unipersonal o absoluto, por ello, los neoabsolutistas buscan la desaparición de la institucionalidad, con la finalidad de someter a todas las instancias gubernamentales a su decisión personal, con lo que se concreta la pretensión del derrocamiento de la democracia y la república, ante una oleada de absolutismo y voluntad única.

Andrés A. Aguilera Martínez

@AndresAguileraM