El desmantelamiento del Estado y sus consecuencias

La pelea ideológico-política por lograr sociedades más justas y equitativas ha llevado a una evolución bastante

considerable de la teoría, concepción y materialización del estado moderno.

De forma somera y dramáticamente apresurada, podemos afirmar que la idea del Estado fue evolucionando de una construcción basada en obediencia, sumisión y servidumbre a cambio de seguridad brindada por un monarca que, de forma absoluta, era dueño de territorio, población y del ejercicio del poder; a una profunda transformación en la que la persona y sus derechos —en especial la libertad— se precisan como vértice de su origen, objetivo y finalidad última. A partir de ese último tramo su desarrollo, concepción, constitución y organización fueron desarrollándose vertientes en las que se preponderaron derechos; divergieron medios, separaron objetivos y modos para alcanzar la finalidad máxima: el bienestar de la sociedad.

Liberalismo, socialismo, y la socialdemocracia, surgen como ideologías que determinan vías divergentes para alcanzar el mismo fin. Todas ellas, al ser producto de la filosofía, política y ética, son consideradas como “nobles” por sus postulados y propósitos, que se fueron materializando paulatinamente en instituciones y gobiernos que, con el paso del tiempo y su perversión, y pese a objetivos alcanzados, han sido insuficientes para lograr la ansiada justicia social. 

La brecha entre opulencia e indigencia, lejos de acortarse, se ensancha y, aún en contra de las cifras alegres de los gobiernos —incluso de las naciones más desarrolladas del orbe— sigue siendo abismalmente grande. Los pobres, tanto económica como educativamente, son cada vez más y en mayor cantidad, en tanto que los ricos son menos y acaparan más riqueza.

Esta desigualdad, producto de políticas fallidas e ideologías pervertidas que no lograron una mayor y mejor distribución de la riqueza, han creado un desánimo generalizado que se ha materializado tanto en el desprecio hacia la institucionalización del poder como el recrudecimiento del rencor y la división sociales. Todo ello aderezado con crisis económicas recurrentes, grotescos escándalos de corrupción, el aislamiento e indolencia de clases políticas profesionales que alejan al estado de lograr sus fines más elementales.

Como lo he comentado antes, estos factores han propiciado el levantamiento de movimientos políticos en todas las naciones que, a través de los sistemas democráticos, explotan esta inconformidad y la vuelcan a su favor para acceder al poder, basados en promesas incumplibles pero revanchistas de reivindicación, de los cuales surgen caudillos, con gran respaldo popular, que pervierten los sistemas políticos y los transforman en circunstancias amorfas que sólo son comprensibles a través de la megalomanía.

En esta lógica, lejos de respetar ideologías o principios establecidos desde la nobleza del estudio científico de la política, ejercen el poder de forma indiscriminada y —desde una óptica tradicional— hasta irresponsables, al grado de reducir inescrupulosamente los aparatos gubernamentales y redestinar el gasto público a programas de cooptación de voluntades ex profesas a fines electoreros, destruyendo todas aquellas instituciones, organismos y mecanismos destinados al verdadero beneficio social al grado de desatender el fin principal que tiene el Estado: brindar seguridad a las personas.

Sin duda el mundo está cambiando. Los gobiernos con estos tintes, que viran indiscriminadamente entre ideologías radicales de izquierda y derecha, se consolidan en más naciones del orbe. Sus programas y acciones, muchos de ellos ocurrencias de ocasión, sin objetivos claros y — a veces— sin lógica aparente, traen consigo un desmantelamiento acelerado del Estado. Ello con el grave riesgo de perder los avances alcanzados y dejar a la deriva a millones de personas que requieren de instituciones y políticas sólidas y funcionales para medianamente subsistir.

La suerte del mundo está echada y las transformaciones están en marcha hacia un futuro incierto y, ciertamente, desalentador pues no se vislumbra un buen puerto para esa ruta que, como mundo, nos está siendo trazada desde la popularidad y la megalomanía.

Andrés A. Aguilera Martínez

@AndresAguileraM