La claudicación de la Democracia 

Conforme se presenta la confrontación entre los ideales, los principios y las ideologías con la realidad de las naciones,

vemos que en pocas excepciones se han logrado consolidar los objetivos basados en ellos; muchos de los cuales han sido motivo recurrente no sólo de histriónicos discursos en las plazas públicas y a través de los medios masivos de difusión, sino también en propaganda que se difunde por todas las vías posibles, pero que no han logrado trascender a eso: palabras emotivas que no se concretan en nada. Desde la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, la política oficialista de occidente se centró en lograr el bienestar de las naciones y en promover la democracia como la mejor forma de gobierno: La lógica implicaba —por propia naturaleza— la participación de todos los que forman parte del Estado, a través de la elección de quienes habrán de dirigir sus instituciones, los cuales desempeñarían su función con base en declaraciones de principios y programas de acción o planes de trabajo que fueron difundidos durante las campañas electorales.

En sociedades perfectas y justas, en donde no existieran carencias, esta situación podría tener lugar. Sin embargo, la ambición por el poder dirige el uso clientelar de las necesidades para explotarlas a su favor. De este modo, el principio democrático comienza a tener fallas, pues la libertad para elegir se ve mermada por el ofrecimiento por zanjar esa necesidad que, en la generalidad, se refiere a la satisfacción de servicios fundamentales para la subsistencia de las personas. Ello, aunado a las elaboradas estrategias mercadológicas, son la imagen y la empatía que artificiosamente se logra, son las que definen y determinan los destinos de las naciones. 

Todo esto ha generado que las declaraciones de principios y programas de trabajo presentados son meros trámites burocráticos, para poder cumplir el requisito y poder participar en la contienda electoral. En realidad, al menos en nuestro país, los programas de acción son palabras alineadas con la finalidad de precisar objetivos a lograr que no necesariamente se traducen en planes de desarrollo, pues esos obedecen más a la posibilidad que al cumplimiento de ofrecimientos de campaña.

La realidad es que los principios, ideologías y programas de trabajo se han vuelto verdaderamente irrelevante para la cuestión electoral. Hoy las estrategias mediáticas y su efectividad son las que definen a los triunfadores en las elecciones. Esta situación, aunque es un fenómeno mundial, lo cierto es que hace que cualquier persona, esté o no preparada, pueda acceder a los más altos cargos de decisión dentro de las instancias gubernamentales.

Considero que esta situación, donde se le ha restado sustancia a la cuestión política, paulatinamente ha generado mayor desánimo en la población; en muchos —como es mi caso— paulatinamente llegando hasta el desdén por atender a esta situación. La gente se conforma con elegir a quienes cuentan con mayores coincidencias con los deseos del ánimo colectivo, sin estimar su eficiencia y eficacia en el ejercicio de la función pública. Existe desdén generalizado por la política y sus consecuencias para la vida social, que permiten que cualquier persona los gobierne y decida por ellos en el parlamento, siempre y cuando fotografíe bien y sea portavoz de los deseos —realizables o no— de la mayoría, será electo sin mayor reflexión.

Esta apatía por la cuestión electoral genera que las necesidades se impongan sobre la ponderación de bienestar general y propicie la poca participación de la población en los procesos electorales. Mientras menos sustancia tenga la política más manipulable es y menos efectividad llega a encabezar las instituciones públicas. De este modo, la democracia claudica ante la mercadotecnia y la venta de ilusiones.

Andrés A. Aguilera Martínez

@AndresAguileraM