En agosto de 2023, lo que era solo una visita a la feria anual de Lagos de Moreno, terminó en tragedia: Dante, Diego,
Jaime, Roberto y Uriel, jóvenes jaliscienses de entre 19 y 22 años, no tuvieron la oportunidad de construir su futuro. No hubo propaganda gubernamental alguna que detuviera las actividades criminales de los grupos que se han apoderado de gran parte del territorio mexicano.
Los videos que circularon en las redes sociales fueron brutales: arrodillados con los ojos vendados y custodiados por encapuchados, mientras se entregaba a uno de ellos un machete, con la instrucción de decapitar a sus compañeros.
Los padres, que habían recibido el mensaje en su celular a las 10 de la noche de que regresarían, no los volvieron a ver. Días después, algunos cuerpos calcinados fueron encontrados por la fiscalía del estado. Sin embargo, los padres aseguraron que no eran los de sus hijos desaparecidos.
Meses antes, otro joven de 12 años, Dante Emiliano, era asesinado en Paraíso, Tabasco. Tres disparos en el abdomen le llegaron de la nada y mientras esperaba en el suelo la llegada de los servicios de emergencia, suplicaba “no me quiero morir”. Muchas fueron las hipótesis alrededor de este ataque, incluso se habló de un intento de secuestro. Pero el modus operandi es, sin duda, el del sicariato.
Apenas el año pasado, también Jalisco fue testigo del hallazgo de un campo de reclutamiento y exterminio usado por miembros del crimen organizado. Teuchitlán se convirtió en uno de los mayores símbolos de la indiferencia gubernamental, pero más aún, de la indolencia pública. A pesar de los testimonios de madres y padres, miembros de asociaciones de búsqueda de personas, que fueron replicados por todo el país mostrando la impotencia y desesperación de quienes lo han perdido todo -incluida la esperanza del bienestar-, las autoridades federales estaban más ocupadas en rechazar cualquier denuncia pública en lugar de debatir sobre el fondo del problema. Y tampoco fue diferente con la autoridad estatal.
Pero no son estas las únicas imágenes que tenemos de la violencia en México: el asesinato de Alejandro Arcos, alcalde de Chilpancingo y su cabeza arriba de un toldo; los transportistas, golpeados y “tableados” por las bandas delincuenciales cuando cobran su derecho de piso; los locatarios de los mercados, que venden su pollo, amenazados; los agricultores, que se dedican a la siembra y venta de limón y aguacate, dejando sus tierras o vendiendo su producto a quienes, bajo amenazas de muerte y violencia extrema, deciden los precios y se apoderan del mercado.
El reciente asesinato de Irma Hernández, una maestra jubilada de 62 años y su exposición pública, obligada a grabar un video de advertencia a sus compañeros taxistas para que se rindan ante los grupos del crimen organizado y les paguen “las cuotas” requeridas, nos habla de la enorme descomposición institucional y social para la prevención, sanción y erradicación de los delitos de alto impacto. Más aún, el manejo de los temas por parte de la autoridad federal y estatal es también el reflejo de la indolencia que se hizo costumbre.
El gobierno de México, pero también los gobiernos estatales morenistas, evitan hablar de todo esto y peor aún, ponerles nombre a las víctimas, para sustituirlo por números y cifras, para despersonalizarlos e invisibilizarlos. Lo lamentable, además de la negación de los problemas, es que la responsabilidad recae en mujeres políticas que decían, harían la diferencia.
De nada nos sirvió que una mujer llegara a la presidencia de México, y menos que un Instituto de las Mujeres se convirtiera en Secretaría, cuando no hubo una sola condena, pronunciamiento o movilización que rechazara tajantemente esta barbarie.
Tampoco hizo diferencia que Veracruz tuviera al frente del gobierno a una mujer que se indignó por los cuestionamientos -y no por las consecuencias- de la inacción de su antecesor, que dejó el estado en ruinas.
Dante, Diego, Jaime, Roberto y Uriel, Emiliano, Alejandro e Irma, así como todas las víctimas del crimen organizado, no debieron morir. Además de las balas, de los golpes, de los cuchillos y el miedo, los mató la impunidad. Y los mexicanos seguirán muriendo por la indiferencia social, convertida en morbo, hasta que la historia nos enseñe que nadie está a salvo, cuando en lugar de exigir a sus gobiernos, se prefiere la complicidad del cargo, el programa, o peor aún, el silencio que se convierte en el asesino de la esperanza y el ataúd del porvenir.
Tantas historias de este tipo nos muestran lo alarmante del crecimiento del delito de extorsión. Hace apenas unos días, la COPARMEX lanzó su alerta sobre este flagelo, que ha crecido 83% en una década.
Por desgracia, son los jóvenes, hombres y mujeres, a quienes les prometieron “construir futuro”, los que se encuentran a merced de los grupos criminales, literalmente, cavando sus propias tumbas y enterrando, entre los escombros de la transformación, su sueño anhelado del bienestar.
ADRIANA DÁVILA FERNÁNDEZ
POLÍTICA Y ACTIVISTA
@ADRIANADAVILAF