El choricero de Palacio

Las recientes declaraciones de la multipremiada escritora, activista y periodista Elena Poniatowska, en una entrevista con Edmundo Cazares, dan cuenta de un fenómeno que no sólo se revela en la ganadora del premio Cervantes,

 destacada defensora de la mujer y de diversas causas sociales, sino que empieza a generalizarse en el sentir de la población: la decepción, la desesperanza y el hastío por una forma de gobierno que parece combinar, bajo una macabra e infortunada alquimia, los rasgos más depravados y decadentes del poder:

"Señor Presidente, ya párele con las mañaneras. ¿Acaso no se da cuenta que hay un hartazgo Nacional? [...]. Las mañaneras son innecesarias y hasta contraproducentes. Es un auténtico abuso del poder presidencial obligar a periodistas que vayan todas las madrugadas a hacer preguntas a modo [...]. El presidente López Obrador ya nos tiene a todos al borde de la irritación social [...]. Las mañaneras se han convertido en una comedia de equivocaciones".

¿Por qué insistir entonces en la farsa, en el desgastado y reiterativo libreto de tan ridícula opereta? ¿Es necesario preservar, ya en el ejercicio del poder, esta retórica repetitiva y desgastante de las "mañaneras" en contra de las "élites" políticas y el "establishment", más allá de una contienda electoral? ¿Es ésta la trampa discursiva de la que se vale el populismo para promover un antagonismo insalvable entre los "neoliberales" y el "pueblo", representado por su "salvador"? Me temo que sí; la clave de la manipulación descansa en la narrativa, en el uso faccioso del lenguaje, en la fuerza velada de los simbolismos; en ese discurso corrosivo y visceral, emocional e incendiario, que cautiva y "enloquece" a las masas . Se requiere pues del escenario demagógico, de este teatro donde el actor repite su monólogo, de este púlpito mañanero que asegura la redención, el cambio y la transformación, la devolución del poder a las manos del "pueblo". Se requiere ejercer esta política directa, esta trampa de simplismo argumentativo que, sin voceros ni intermediarios, le permite al inquilino de Palacio degradar el lenguaje, bordarlo de neologismos, empaparlo de vulgaridad y populacherismo, reducirlo a una ecuación básica de primitivismo comunicativo que apela a las emociones, que crea lazos identitarios con el lenguaje del "pueblo", de los "despojados", de los "olvidados", que introduce el dedo en la llaga para recrudecer sus agravios, su odio y sus resabios; un lenguaje que evade el argumento, que elude la reflexión, que se niega a profundizar,  que transforma la narrativa gubernamental en una retórica de la idiocia y de la pequeñez intelectual. Es pues en este circo mañanero donde las ocurrencias expresivas, las frases "populacheras" y domésticas", el "me canso ganso" o las reiteradas acusaciones a "la mapachada de angora", retumban en el ideario colectivo fortaleciendo el mito, el vínculo simbólico con la muchedumbre irreflexiva, la presunta identidad popular del "carismático" líder.  Pero detrás de esta tramoya discursiva, de este despliegue de improvisación, se revela el engaño, la manipulación, el propósito perverso: crear el espejismo de una "voluntad popular", de una "hegemonía de la masa" materializada en el "iluminado", conferir al mesías la representación omnímoda para que decida por "la gente", para transferirle su voluntad, su capacidad de decisión y su albedrío. El líder no es otra cosa que el pueblo mismo, su portavoz, su voluntad incuestionable. Sobran así los sindicatos, los organismos autónomos, las instituciones reguladoras, las organizaciones ciudadanas: la bondad entera le pertenece al líder, al mesías omnisciente en el que la gente "hipoteca" su voluntad, su independencia y su albedrío. El "pueblo" (esa masa que se asume en el líder), lo seguirá ciegamente como encarnación del bien, y reconocerá al adversario en la figura de "los señalados": El discurso aguerrido, combativo e insultante, se transforma en daga, en un dardo envenenado que se hunde en el opositor, en el traidor, en el desleal, en todo aquel que se rebele ante las resoluciones del líder;  es el instrumento de la descalificación política, la voz que revela y que juzga a "los culpables", a los depositarios y gestores de todos los males; la inseguridad, el desempleo, la criminalidad o la pobreza.  De ahí el enfrentamiento, la polarización social, la irritación, la confrontación que emana del discurso, la bipartición retórica entre "buenos" y malos". 

No se extinguirá el discurso mañanero: pegajosa telaraña donde se adhieren las voluntades. 

En su obra satírica "Los Caballeros", escrita por Aristófanes en el 424 a.c., Paflagonio se aprovecha de Demo y de sus siervos. Dos de estos, Demóstenes y Nicias, atendiendo a un oráculo que se han encontrado, intentan convencer a un choricero llamado Agorácrito para que enfrente a Paflagonio y le quite el poder. El choricero expresa sus dudas, pues considera que no posee los atributos necesarios para gobernar:

"Me pregunto cómo pudiera yo ser capaz de gobernar a un pueblo"

La respuesta de quienes lo animan no se hace esperar:

"El liderazgo del pueblo no le va al hombre instruido, ni al honrado en su forma de ser, sino al ignorante y al corrupto" [...]. Lo que antes has hecho sigue haciendo. Alborota, has rueda las tripas y revuelve todos los asuntos públicos. Cautiva siempre al pueblo; gánatelo con palabras bien cocinadas: tienes todo lo que se necesita para ser un demagogo: voz obscena, orígenes oscuros, vulgaridad. Posees lo que se pide para gobernar".

Dr. Javier González Maciel
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Estudios universitarios en Psicología, Médico Cirujano, Especialista en Cardiología, alta especialidad en Cardiología Intervencionista en Madrid España, titular de posgrado en Cardiología clínica, profesor universitario, director médico en la industria del seguro de personas y conferencista para América Latina