No hay mentiras piadosas

Esconder, distorsionar o deformar intencionadamente la realidad, oculta siempre propósitos perversos; supone la voluntad de engañar, de situarse en una posición de privilegio, de aprovecharse de la candidez o de la ingenuidad de otros, de explotar la disparidad y la ventaja que entraña el ocultamiento de la

verdad. Nunca antes se había mentido tanto en el ámbito de lo público; la mentira se ha instrumentalizado en la política contemporánea como parte del infame legado de los regímenes totalitarios que sacudieron al mundo a lo largo del siglo XX. Esto es especialmente cierto en el caso de la plaga populista latinoamericana que, valiéndose del engaño y de la demagogia e instrumentalizando la desigualdad y el resentimiento social, amenaza la supervivencia de las democracias liberales. De este modo, la narrativa de nuestro actual gobierno, no sólo ha hecho de la mentira política su "modus operandi", sino que ha agregado un ingrediente distintivo y especialmente perverso a su fórmula de la mendacidad: Su producción a gran escala, su destinatario inespecífico, su burda manipulación deliberada destinada a la masa, a una conciencia popular debilitada por los fanatismos, el resentimiento, la decepción, la marginación o la ignorancia. De ahí su simpleza intelectual, el burdo carácter de sus aserciones, su falta de refinamiento discursivo, su desprecio absoluto por la congruencia y la verosimilitud; ofensiva en su rusticidad, indignante en su descaro, implausible en su simplismo intelectual. Mentira despreciable que no se blande contra un enemigo, contra un invasor, en el dilema de la guerra o en el fragor de la batalla; es arma que acuchilla a los iguales, a los que habitan en la misma casa, al pueblo desarmado en su vulnerabilidad y su ignorancia.

Tal engaño recurrente y sistemático al servicio de las ambiciones del poder y del endeble entramado ideológico de una mente delirante, ha hecho de la mentira descarada, de la " suggestio falsi", el sello inconfundible del discurso oficialista. Nuestro inquilino de Palacio nos miente a todos, nos miente en todo; porfía en el engaño para ocultar su mezquindad. Pero ahí están los muertos sin nombre, los ausentes consuetudinarios de su perorata palaciega, siempre evadidos, invisibles, atenuados por los malabarismos verbales de un "Rasputín" impresentable; ahí los moribundos tras su inenarrable vía crucis, partiendo hacia los crematorios desde la puerta de los hospitales, mientras mejora la "meta" de las camas vacías; ahí las vacunas que jamás se compraron para invertir en sus proyectos los réditos de la muerte, su aplicación a cuentagotas con foto y con consigna, con la ganancia secundaria de la ruindad electorera; ahí los "siervos de la nación", fieles lacayos de adoctrinado cerebro que lucen por las calles la anticipada inmunidad, que se les ha negado a muchos de los médicos que enfrentan a la muerte; ahí la oportuna y temprana hospitalización de nuestro zar de la pandemia, desaconsejada por innecesaria para el resto de los mexicanos, negada hasta la saciedad como pecado mortal; ahí su ridícula apuesta, indignante y desvergonzada: ¿Quién podría creer que el mandatario de una Nación y el más cercano de sus achichincles fueron tratados como conejillos de Indias con un medicamento "experimental"? La pócima milagrosa que circuló por sus venas no es otra que alguno de los potentes y eficaces antivirales o de los más novedosos fármacos que su inagotable vileza y sus proyectos megalómanos le negaron a los mexicanos.  

En 1937, Japón desató su furia contra la población china de Nanking, en el curso de una guerra de expansión territorial en Asia oriental. Ahí tuvo lugar uno de los crímenes más atroces de la segunda guerra mundial. Tras la caída de la nueva capital china, el 13 de diciembre de aquel año, dio comienzo una orgía de crueldad, nunca antes vista en la historia del mundo. Más de 350,000 personas no combatientes fueron asesinadas en sólo 42 días de horror. El número de muertos excede por mucho al ocasionado por los bombardeos norteamericanos en Tokio (donde perecieron 120,000 personas), o a las muertes que se registraron en los dos cataclismos nucleares de Hiroshima y Nagasaki combinados (con 210,000 muertes). El ejército japonés ingresaba en las casas, en los comercios, en los bancos, disparando al azar sin ningún reparo. A la orilla del Yang Tsé, miles de civiles con sus manos atadas a la espalda fueron baleados sin piedad. Cerca de 80,000 mujeres fueron violadas por los soldados japoneses para luego ser asesinadas con lujo de brutalidad. Los miles de cadáveres sembrados en las calles, los edificios destruidos y humeantes nunca fueron documentados por la prensa internacional. El gobierno japonés decidió envolverlo todo en la mentira y negó cualquier permiso para dar cuenta de lo sucedido hasta eliminar por completo los rastros de la barbarie. Borrada por la mentira en los libros de texto japoneses, encubierta por los académicos que minimizan hoy día el significado de la masacre y su número de muertos, censurada como verdad histórica por las altas esferas del poder, el genocidio de Nanking se oculta entre las sombras.

No hay mentiras piadosas ni bien intencionadas; detrás del engaño se esconde la perversidad.

Dr. Javier González Maciel  
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Estudios universitarios en Psicología, Médico Cirujano, Especialista en Cardiología, alta especialidad en Cardiología Intervencionista en Madrid España, titular de posgrado en Cardiología clínica, miembro de la Sociedad Española de Cardiología, profesor universitario, director médico en la industria del seguro de personas y conferencista para América Latina