¡Debieron llamarlo Andrés!

Parturient montes nascetur ridiculus mus -"Del parto de los montes nació un ridículo ratón"-

Horacio

 Afectado por los paroxismos de la desesperación, desencajado y contrariado por el evidente repudio de amplísimos sectores de la sociedad que, al margen de inclinaciones políticas, estratos sociales o posturas ideológicas, abandonan su barco; con el rostro visiblemente marcado por la inquina y los enconos, con su mirada encendida por una mezcla ígnea y explosiva de desprecio, revanchismo y odio, nuestro inquilino de Palacio se muestra ahora incapaz de contener sus inequívocas inclinaciones autocráticas, sus verdaderas pretensiones de poder ilimitado, su execrable y peligrosa manera de entender la "autoridad" y las relaciones del poder.

La autoridad del tirano resulta inconfundible; en sus rasgos y caracteres peculiares se delata su irracionalidad, su naturaleza coercitiva, el divorcio entre sus pretensiones y el bienestar común. Es simple y llano dominio, fuerza impositiva que reclama obediencia; una sola voz, un solo mandato. El autoritarismo es sordo, simple relación vertical entre señor y vasallo. Todo en la lógica autocrática se asume inapelable, inamovible y unitario: el deseo del que ordena, la voluntad del que sojuzga, el parecer del que manda. Nada florecerá bajo la sombra despótica de la imposición y el dominio. No romperá sus cadenas el esclavo ni abandonarán su miseria el pobre o el marginado: el tirano requiere la brecha, el abismo infranqueable, la distancia inamovible entre su persona y sus súbditos, el statu quo que perpetúa el dominio, la manipulación, la servidumbre ciega.

Nuestro inquilino de Palacio se asume ilimitado; denuesta, condena, asigna a voluntad la culpabilidad o la inocencia. El podio mañanero de nuestro remedo de presidente es hoy el tribunal supremo de la Nación, el patíbulo improvisado, el jurado inapelable, el ágora de la sabiduría, el foro de las decisiones, el taller de las leyes y los mandatos, la sede de la judicatura, el altar de culto, la asamblea electoral, el cuartel de donde emanan las órdenes militares, las oficinas del censor que decide que se debe decir y que debemos callar. Las leyes, los límites , las opiniones, las libertades, los disensos, las recomendaciones, la experiencia, los derechos de las minorías, los "otros poderes", la libre expresión, pueden irse "al carajo"; la legitimidad en el poder dictatorial no procede del consenso, de la sumisión volitiva, del consentimiento informado o del reconocimiento colectivo. Se asume que la legitimidad no se adquiere; se posee. De ahí la extralimitación, la discrecionalidad, el cinismo en la transgresión, la desvergüenza en la ilegalidad. Pero, ¿de qué sirve el poder que se regodea en sí mismo, que se aparta del progreso y el bienestar común? El poder es un valor extrínseco; supone algo deseable sólo en la medida en que contribuye al logro de un fin valioso en sí mismo.

La autoridad del Estadista, ininteligible para la escasa corteza cerebral de nuestro inquilino de Palacio, alinea sus intereses, supone el beneficio mutuo del que dirige y del que obedece. Relación de superioridad que hala del subordinado, que aprovecha su fuerza para recortar la brecha, para obtener un provecho en el gobernante y en el gobernado; relación de superioridad entre maestro y discípulo, enseñanza y aprendizaje, paradigma e imitación virtuosa. Los ejes de la obediencia, los puntales de la legitimidad, se alejan de la sujeción, de la instrumentalización de la ignorancia o las debilidades, del terrorismo ideológico. La obediencia volitiva, el seguimiento racional, la admiración justificada no requieren cadenas; de ahí su poder, su consenso con la libertad, su fuerza cohesiva e impulsora.

Nada peor podría habernos pasado que encontrarnos con el desierto en medio de la sed: ahí donde requeríamos la dirección racional, la fuerza propulsora, la cohesión y la unidad, la inteligencia reflexiva, la empatía y el humanismo, la convocatoria a la unidad y al progreso, la participación armoniosa de todas los sectores de la sociedad, apareció el Caudillo, el Chávez norteño con vocación de revolucionario, el anquilosado y retrogrado cerebro de un aspirante a dictador.

Un día los montes comenzaron a gemir; la tierra estremecía los aires con sus lamentos y sus aterradoras sacudidas. Los montes temblaban, cada roca se agitaba y crujía como si fuera a parir de nuevo el mundo; los lugareños atemorizados protegían a sus hijos y daban lamentos al presagiar las violentas manifestaciones de los suelos. Las parteras del pueblo aseguraban que algo aparecería de la tierra. Al anochecer, en el clímax del estruendo, la tierra se abrió por completo y de sus entrañas brotó lo inesperado; un pequeño y ridículo ratón.

¡Debieron llamarlo Andrés!

Dr. Javier González Maciel

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Estudios universitarios en Psicología, Médico Cirujano, Especialista en Cardiología, alta especialidad en Cardiología Intervencionista en Madrid España, titular de posgrado en Cardiología clínica, miembro de la Sociedad Española de Cardiología, profesor universitario, director médico en la industria del seguro de personas y conferencista para América Latina