El gran Xavier Loyá

Muerto a los 92 años hace apenas unos días, Xavier Loyá, un ícono de la etapa de oro del cine mexicano y con incursiones en Hollywood, solía decir: es horrible la vejez. Xavier, por favor, no digas eso, le repliqué más de una vez cuando tuve el privilegio de visitarlo en su casa de la colonia Juárez, muy cerca de la Glorieta del Metro Insurgentes, en la calle Nápoles para precisar.

 

Fuera de sus dolencias óseas, propias de la edad suele decirse, Xavier disfrutaba de una condición física y orgánica casi casi envidiable para su edad. Además, preservaba en estado óptimo sus condiciones mentales y sus recuerdos, claro, que contaba de manera alegre, sencilla y, algo que siempre disfruté en el tiempo que tuve la fortuna de tratarlo, sin amargura, resentimiento y ni siquiera con el aspaviento de aquellos que muchas veces a falta de futuro prefieren resguardarse en el pasado, el único sitio que encuentran seguro y digno para sus vidas marchitas. Nunca percibí esa conducta o actitud, hasta cierto punto insana me parece, en Xavier. Disfrutó su vida y su tiempo, incluso en la víspera de su muerte, muy sentida por muchos, entre ellos quien esto escribe para recordarlo con un enorme afecto, reconocimiento a su vida profesional y calidad humana.

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Compartimos una videollamada, la última afortunada pero lamentablemente, sólo cinco días antes de su muerte gracias a mi gran amigo y talentoso colega, Alberto Carbot, quien acompañó a Loyá hasta su último suspiro. De hecho, fue gracias a Alberto que conocí a Loyá hace ya algunos ayeres. Es cierto, conocí a Loyá de manera tardía, pero disfruté muchísimo su compañía, conversaciones y generosidad. Fuimos entrañables, debo decir. Junto con Carbot, un genuino gourmet, compartimos en casa de Loyá tertulias y comidas espléndidas, entre ellas una especialmente memorable luego de una ceremonia de reconocimientos del Club Primera Plana que encabeza José Luis Uribe Ortega, otro amigo querido.

Poco referiré y menos aún abonaré a la biografía de Loyá, sobrino por cierto de Agustín Lara. Fue sin duda alguna un actor talentoso y exitoso a edad temprana. Sus participaciones en cine, teatro y televisión son conocidas y memorables. Trabajó al lado de figuras legendarias de México, América Latina, Europa y Estados Unidos, entre ellos Buñuel, Libertad Lamarque, Óscar Dancingers, Enrique Ruelas, Roberto Rodríguez, Fernando Soler y otros. Fue un hombre muy cercano a la inolvidable Norma Jeane Baker, infinitamente mejor conocida como Marilyn Monroe –de quien Carbot precisamente nos debe su mejor biografía-. Loyá nunca alardeó de su trato muy cercano de una figura como la Monroe. Siempre fue un hombre sencillo, seguramente porque fue uno de los grandes y vivió entre ellos.

Tampoco, por ejemplo, fanfarroneó nunca de manera alguna de un hecho poco conocido y que me causó sorpresa, admiración y aún emoción: Burt Reynolds, el célebre actor hollywoodense, pintó un retrato al óleo nada menos que de Xavier Loyá, su compañero alguna vez de habitación, el clásico “roomate” que conocemos. Reynolds compartió no pocas veces su auto con Loyá, quien cocinó comida mexicana para el actor, un enamorado de nuestra cocina tradicional.

El mismo día en que Xavier culminó su estadía en esta tierra, pensé en llamarlo, al menos telefonear a Carbot para preguntar sobre él y su condición médica. Curiosa para mí la mecánica o la fuerza si prefiere del pensamiento que en menos de 30 minutos antecedió la noticia sobre la muerte de Loyá por un ataque al miocardio. Quiero pensar que esa evocación o recuerdo de Xavier fue la manera en que nos despedimos sin hablar. “Salir de viejo no me gusta”, dijo alguna vez Loyá cuando se le preguntó por su ausencia de los escenarios. Tampoco lo sedujeron ofertas secundarias en televisión. Se fue en paz, satisfecho y querido. Aquí dejo este sencillo y sentido tributo a su obra y amistad.

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@RobertoCienfue1