¡Cancholita!

Todo fue rápido, demasiado, en la vida que hace unas horas terminó para Mario Alfredo Díaz Canchola,

fotógrafo y Premio Nacional de Periodismo. Como el obturador de su inseparable cámara fotográfica. Mario detectó temprano su vocación por la fotografía. Lo conocí en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM hace más de cuatro décadas. Pronto nos hicimos amigos, en una amistad que se prolongó por todo ese tiempo, con alejamientos físicos prolongados por las actividades de cada uno. Él siempre optimista, alegre, inquieto como desde aquellos lejanos días en que de súbito aparecía en la Facultad, provisto de su cámara, su trípode muchas veces, un auto desvencijado que hacía las veces de taxi como medio de trabajo de su familia. Cancholita lo llamaban muchos, otros sólo Canchola. Fue un referente del reportero gráfico durante mucho tiempo, que ahora parece tan breve una vez que se ha ido.

Cuando se aparecía en la Facultad es porque había abierto espacio en sus primeras incursiones periodísticas en el Uno más Uno de don Manuel Becerra Acosta. Llegaba con su infaltable chaleco beige de múltiples bolsillos para trasladar todo tipo de cosas, y en especial sus rollos de fotografía. Sí, en esos años, los 80´s, las cámaras digitales eran un proyecto tecnológico. Aunque visiblemente extenuado por su trabajo reporteril, que incluyó coberturas policiales a bordo de ambulancias, Mario se daba un tiempo para presentarse en la Facultad y ver si aún seguía inscrito. Eran los años de docencia intensiva para maestros como Susana González Reyna, exigente siempre; Fernando Benítez, una enciclopedia de anécdotas y conocimiento de historia; Jaime Alfonso Mendoza y Delia Crovi, entre otros como el historiador Juan Brom, y/o Mercedes Durand Flores, entre otros muchos más, sobresalientes todos ellos.

Más que otras materias prácticas y de formación académica, la fotografía fue para Mario su camino. Un día de esos años, apresurado como siempre me dijo: acompáñame. Te mostraré mi laboratorio, el primero de muchos que tuvo en su carrera. Lo seguí, asumiendo que valía la pena compartir esa emoción que proyectaba. Nos subimos en su taxi un tanto destartalado y nos dirigimos hacia la colonia Roma. Estacionamos en las calles de Coahuila, fuera de una vecindad. Pronto entramos en un patio amplio, típico de esas construcciones, y traspasamos una vivienda modesta antes de trepar con celeridad unas escaleras de caracol, un tanto inseguras y con pintura precaria. De inmediato me abrió una puerta de una especie de cuarto de azotea y me mostró con un entusiasmo casi propio de los niños ante un juguete nuevo, su flamante laboratorio fotográfico. Luego bajamos, otra vez de forma apresurada, y al entrar en la estancia de la vivienda, la mamá de Mario lo vio con ese amor materno único. Era obvio que la mamá de Mario veía en él un héroe. Sobraban las palabras para expresar su admiración por ese hijo, inquieto, alegre, bromista y que tenía trazada su ruta, una que lo llevó a tantos sitios para captar imágenes plenas y testimoniales siempre singulares. 

Entre esos tantos sitios que a golpe de calcetín visitó Mario figuró el cerro de El Calvario, entre Maravatío y El Oro, estado de México, donde en 1986, un Boeing 727 de Mexicana de Aviación se estrelló, en una tragedia considerada todavía hoy la peor de la aeronáutica mexicana, con un saldo de 166 personas muertas. Mario fue enviado de Excélsior a Maravatío para esa cobertura. A su regreso, unos días más tarde, se le encomendó la guardia nocturna, también conocida como la caballona. Con su fatiga a cuestas, una noche de ese mismo año, Mario dejó la Redacción de Excélsior en horas de la madrugada. Condujo una combi rumbo a encontrarse con Helvia, entonces su novia, hoy su viuda. Pero en el trayecto sufrió un terrible percance, que lo llevó al uso de una prótesis. Nunca se amilanó y aún se recuerda cómo en una fiesta poco después, bromeaba con la prótesis. Su carácter festivo y firme a la vez lo ayudó a mucho más que sobrellevar esa circunstancia. Fue una lección para muchos de sus compañeros, amigos y familiares. Mario fue siempre alegre y fuerte. Era imposible no reírse con él cada vez que conversaba. Vivió de manera intensa y sumó centenares de anécdotas del mundo reporteril, su mundo por derecho propio.

Hace sólo unas semanas comenzaron las complicaciones de salud, derivadas de una diabetes, que primero puso en riesgo su vista y más tarde una pierna. Lo acompañamos de cerca. Nunca se echó para atrás, tampoco perdió su espíritu batallador y orgulloso al mismo tiempo. 

Deja un legado humano, y profesional, innegable que le reconocemos sus amigos. Parte de ese legado son sus archivos de Luis Donaldo Colosio, el malogrado candidato presidencial del PRI. Aún tuvo oportunidad de conversar con Colosio Riojas sobre esos archivos, según me contó. Sería útil y aún óptimo preservar esos archivos en algún momento oportuno y reconocer a Mario su trabajo incansable, valioso y trascendente. Ojalá. Después de todo, la vida pasa, pero la obra perdura.

Roberto Cienfuegos J.

@RoCienfuegos1