¿Vagones o locomotora?

Con toda seriedad, atención y respeto, como corresponde a un peatón ciudadano, vi, escuché y examiné el

 discurso que el presidente López Obrador pronunció la víspera al cumplir el primero de seis años de gobierno. Una anotación inicial es que dijo y leyó de corridito, así esta observación resulte anecdótica y aún un tanto baladí.
Viene lo medular. Comparto con el presidente su interés por los pobres, por los más desvalidos, aquellos que durante décadas fueron prácticamente abandonados a su suerte. Los gobiernos neoliberales y aún otros de épocas distintas se olvidaron en grado extremo de aquellos que por diferentes causas, motivos o circunstancias quedaron atrapados por la pobreza y el desamparo. Incluyo en este segmento a miles, millones seguramente de jóvenes mexicanos carentes de oportunidades y en circunstancias tales que significaron la cancelación de un futuro mínimamente humano, y aún de cualquier esperanza.
Qué bueno que el gobierno de la 4T se fije en ellos, les tienda una mano y busque dignificarlos de manera de procurarles la posibilidad de un futuro, o al menos un sexenio, menos aciago.
Me congratulo igualmente del otorgamiento de becas a estudiantes, pero tengo mis dudas sobre la decisión de concederlas a quienes se dicen estudiantes sin serlo, estrictamente. Las becas deben estimular y no encubrir la ausencia de esfuerzos. Nos guste o no, todo tiene un costo.
Comparto además la política de atención a muchos ancianos e indígenas del país. Suman millones de estos casos en los que la ayuda que procura la 4T significa la diferencia entre comer o no y aún entre la vida y la muerte. Discrepo de
que se proporcionen pensiones en general sin que el gobierno se haya tomado la molestia de preparar un censo para discernir entre los ancianos que requieren con urgencia ese tipo de apoyo y los que la reciben sin acreditar la necesidad del beneficio. Esto no se compadece de los criterios de justicia que propugna la 4T, y si abona a favor de muchos ancianos privilegiados –que los hay para nuestra fortuna como país- en tiempos de austeridad republicana.
También coincido en que se combata la corrupción como en las escaleras: de arriba para abajo. Pero sabemos que es un fenómeno histórico en México y no privativo únicamente de los gobiernos neoliberales. Corrupción y apropiación indebida de la riqueza de México imperan desde los tiempos de la conquista. De ese tamaño es el fenómeno. Y la tarea para erradicarla tendrá que comprometer esfuerzos humanos, institucionales, culturales y otros muchos más de todo tipo a lo largo de varias generaciones. Dudo que el solo ejemplo de López Obrador y si acaso de todos sus colaboradores basten para extinguir o eliminar esta lacra social o “cáncer” como él mismo la ha llamado. La lucha contra la impunidad corre paralela al fin o aminoramiento de la corrupción. Atribuir la corrupción o reducirla únicamente a una praxis continua y perversa de los gobiernos “neoliberales” se convierte casi casi en un mero instrumento político, que es válido si se quiere pero precario.
También me sumo al compromiso del presidente López Obrador de atender en primer lugar a los pobres del país. Es innegable que la pobreza, la injusta distribución de la riqueza y el precarismo de millones de mexicanos se agudizaron en las últimas décadas.
Sin embargo, discrepo y me preocupa la casi obsesión presidencial de “negar” y aún peor, recriminar a la otra mitad del país para decirlo de esta manera. Esa otra mitad, dicho en términos esquemáticos pero explicativos, que en una gran parte se ha forjado con base en su empeño y constituye ejemplos dignos de la llamada cultura del esfuerzo, a la que pertenecemos varias generaciones de mexicanos.
Es preciso ocuparse de los pobres, pero ¿y la otra mitad? Podríamos preguntar. Esa otra mitad, que hoy parece desdeñada, ultrajada, o minimizada y casi inexistente de la geografía de México. A esa otra mitad casi se le desdibuja y recrimina o desconoce su aporte y desarrollo a favor de México.
En esa otra mitad de México –insisto- figuran amplios sectores medios, académicos, industriales, productores, intelectuales, culturales, empresarios y emprendedores, por citar algunos. Pero hoy parecen no contar en la nueva geografía del poder porque son “conservadores, neoliberales, nostálgicos, fifís, adversarios”, entre otros epítetos mal puestos, me parece.
Hace años corrió la anécdota atribuida al entonces presidente Salinas de Gortari, según la cual México avanzaba a pasos agigantados rumbo al selecto club de naciones del primer mundo. Lo único que faltaba para alcanzar semejante meta era –decían con sorna- eliminar a 50 millones de mexicanos pobres.
Las cosas han cambiado hoy, claro. Ahora el grito de guerra es “primero los pobres”. ¿Y los demás, los fifís entre ellos, qué?
López Obrador selló su discurso en el Zócalo –una práctica instaurada por la 4T- con esta frase: “el pueblo es el gran señor, el amo, el soberano, el gobernante, el que verdaderamente manda y transforma”.
Y sin embargo, insisto, el pueblo al que alude es ajeno al que también conforman “los fifís, los adversarios, los opositores, los conservadores y, bueno, hasta los neoliberales”.
México, sobra decirlo pero hay que decirlo en las circunstancias que nos tocan, también es “la otra mitad”, al menos. Es o debe ser como un tren, que requiere de los vagones y también de la locomotora. Unos sin la otra, ésta sin los otros, de poco o nada sirven.
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@RobertoCienfue1