Beneplácito social

Déjeme contarle esta historia, que viví hace años en Venezuela como corresponsal de Excélsior. Los dos cruentos intentos

de Golpe de Estado ocurridos en febrero y noviembre de 1992 en ese país sudamericano, que en la década de los setenta se ganó el título de Venezuela saudita por las inmensas riquezas asociadas al petróleo, nunca recibieron el repudio y ni siquiera las críticas que semejantes hechos concitarían en cualquier sociedad “normal”, o por lo menos una a favor de la democracia y las instituciones asociadas con ésta, sobre todo cuando ésta se coloca en situaciones de asedio

 Ambos intentos por subvertir el orden constitucional -ojo, orden constitucional-, uno el cuatro de febrero de 1992 y otro, el 27 de noviembre del mismo año, fueron más vistos por la sociedad en general y algunos políticos de ese país como oportunidades inmejorables para festinar a sus autores, militares en activo que traicionaron su juramento castrense, a la Constitución y las leyes del país. Para una inmensa mayoría de ciudadanos venezolanos este hecho, el uso de las armas contra la Constitución del país, poco o nada importó. Así, como lo digo. Quizá o aun seguramente, haya muchos que justifiquen el uso de las armas y aun de la violencia para quebrar un sistema constitucional y democrático formalmente instituido. No es mi caso. Siempre reprobaré estos intentos, como el que perpetraron en enero del 2021 las hordas de un señor llamado Donald Trump, quien en lugar de estar bregando por un segundo mandato presidencial, ya debería estar en una prisión de Estados Unidos.



En el caso de Venezuela, lamenté y hoy todavía más que una mayoría ciudadana de ese país, se haya aliado de plano a la causa golpista, cuando no al menos la solapó, o en algún grado la vio positivamente para castigar por sus excesos y corruptelas a los dos principales partidos políticos que habían gobernado en forma alternativa a Venezuela desde el fin de la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez en enero de 1958.



Nadie dice, y yo menos, que los partidos Acción Democrática y el socialcristiano Copei, hayan hecho un trabajo impecable en favor de Venezuela durante los 34 años que gobernaron alternativamente ese país antes de que se rompiera la democracia, un sistema con aciertos y errores como cualquier obra humana y política, pero que debería prevalecer debido a sus virtudes inherentes y los mecanismos de autocorrección que le son propios. Adhiero en ese sentido a la máxima de Winston Churchill, quien sostuvo siempre que la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado.



Pero en la Venezuela de los noventa no ocurrió esto y el pueblo tampoco lo vio. Esto debido en mucho a que una gran mayoría de ese pueblo o ciudadanía -agregue usted los calificativos que mejor le parezcan- validó las acciones del teniente coronel Hugo Chávez Frías la madrugada del 4 de febrero, y aun las que encabezó el 27 de noviembre siguiente el almirante Hernán Grüber Odremán, ambas abortadas.



El golpe frustrado de Chávez Frías, que causó muertes, violencia y desarticuló al gobierno constitucional de Carlos Andrés Pérez, el segundo de este político, fue un fracaso militar, pero un éxito político de repercusiones prolongadas. ¿Por qué? Porque el pueblo venezolano así lo quiso y aceptó. Antes que condenar esa intentona contra el sistema democrático y electoral del país, una mayoría venezolana hizo de Chávez un héroe, casi un prócer. Esto resultó patente incluso en los carnavales de ese año, -1992- cuando muchos ciudadanos venezolanos vistieron a sus hijos con el uniforme militar de Chávez para que desfilaran por las calles. Cayó en gracia ver a niños venezolanos -hoy adultos- desfilar vestidos de Chávez en ese carnaval del 92.



La insurrección chavista alentó además a políticos como Rafael Caldera Rodríguez, quien la madrugada de la intentona y en un discurso en el Senado de la República, se convirtió casi de inmediato en la voz política insurreccional. El golpe de Chávez fue la catapulta de Caldera a una segunda presidencia, que ejerció entre 1994 y 1999, con malos resultados, reconocidos incluso por él mismo al concluir su segundo quinquenio presidencial. El 2 de enero de 1999, Caldera señaló: “habríamos querido hacer mucho más de lo que hemos podido cumplir, pero las circunstancias no han sido favorables”. Tan tan.



Antes, y como un compromiso político obligado, Caldera indultó a Chávez y los militares incursos en la aventura golpista. Ya fuera de prisión, Chávez se inscribió para competir por la presidencia del país, apenas seis años después de su intentona.



Hábil, carismático e inteligente, Chávez compitió abanderado por el denominado Movimiento V República, se erigió en la voz del pueblo, en un paladín en la lucha contra la corrupción y el hombre que construiría una nueva Venezuela. De igual forma, Chávez reivindicó su papel de único intérprete del sentir popular y, por supuesto, se proclamó como un cruzado en contra del neoliberalismo económico, que impulsó el presidente Pérez en su segundo mandato frustrado. “Con Chávez manda el pueblo”, coreó tantas veces como recorridos hizo por toda Venezuela, y anunció una Asamblea Constituyente para instaurar la revolución bolivariana. El pueblo le creyó.



Sin que su pasado golpista pesara en el ánimo del electorado venezolano, Chávez se impuso en las elecciones de 1998.



En la ceremonia de asunción del mando presidencial, en febrero de 1999, Chávez juramentó -dijo- sobre una “moribunda” Constitución. Ejerció el poder hasta su muerte, aquejado por un cáncer en 2013, pero su legado lo recogió Nicolás Maduro, “el hijo de Chávez”, como él mismo se ha proclamado. Así, el “chavismo” rebasa ya los 25 años en el poder. En los últimos años, casi siete de los 28 millones de venezolanos según cifras del 2023 han huido de su país en busca de un futuro. Algo deben decirnos.



@RoCienfuegos1