Veo horrorizado una realidad que por más que organizaciones civiles difunden su brutalidad y llaman a la solidaridad y empatía para su prevención y atención, gobiernos y sociedades hacen oídos sordos a un clamor que, difícilmente, podría ser más justo y necesario: erradicar o —por lo menos— disminuir la violencia contra las mujeres.

La elección presidencial en Estados Unidos (EE.UU) tuvo al mundo atento en la incertidumbre política, económica y social. Jamás en la historia moderna de la humanidad se había registrado una participación electoral tan copiosa y que denotara tanto interés para la población de este país2. Por primera vez en el último siglo, el sistema de impugnaciones

Ferdinand Lassalle, en su obra ¿Qué es una Constitución?, precisa la existencia de una situación que poco ha sido secundada por los estudiosos de la ciencia política y el derecho, pero que cobra especial vigencia en estos tiempos en los que el país está inmerso en una situación de emergencia por la desmedida violencia: la constitución, como pacto político, y los factores reales de poder que lo integran y suscriben.

Entre las diversas distorsiones que han vivido los movimientos políticos en el orbe, se encuentra el concepto de “derechos humanos” que, paulatinamente, no sólo han dejado de ser una bandera justa y necesaria para alcanzar la ansiada equidad, sino que se han transformado en simples recursos retóricos utilizados para arengar y fingir compromisos políticos e ideológicos entre votantes, partidarios y feligreses.