La corrupción es un mal que aqueja a todas las sociedades del orbe. Ninguna, por más desarrollada, civilizada o transparente que sea, carece de ella. Quizá se presenta con menor frecuencia, pero innegablemente existe. Considero que es la perversión de los valores del ser humano, que lo alejan de su esencia racional, de los valores éticos, de la legalidad y, consecuentemente, de la sociabilidad. 

Esta semana el encierro ha terminado para mí, así como las Reflexiones de Cuarentena. Aún y cuando las afirmaciones de las autoridades de salud vayan en ese sentido, la realidad es que la pandemia no ha cedido, pero la situación impera que en el país y —particularmente— en nuestra Ciudad, requiere inevitablemente que las instituciones de impartición de justicia operen y funcionen al máximo de sus capacidades.

Los estragos que está generando la pandemia por el COVID-19, han ido más allá de una mera cuestión de salud pública. Por el contrario, han ido incrementándose con el paso de los meses, sin que se vea claridad y contundencia del gobierno para su atención. Los principales son —sin duda— los estragos y complejidades económicas que han surgido como consecuencia inevitable del freno a la dinámica social.